En el primer relato de la creación del capítulo
primero del Génesis, leemos que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza.
Pero lo cierto es que muchas personas todavía hoy no entienden estas palabras o
no saben cómo interpretar esta imagen y semejanza del hombre con Dios. La
respuesta más sencilla a esta cuestión es saber que, el hombre, a diferencia de
los demás seres vivientes creados por Dios, fuimos creados con tres facultades específicas
y que nos hacen exclusivos frente a los demás seres vivos, y son las facultades
de la inteligencia, voluntad y libertad. Aquí está nuestra imagen y semejanza
con Dios. Pero también lo cierto es que estas facultades no las poseemos o
tenemos de manera absoluta, sino que tienen sus límites. Pero cuando el hombre
se ha empecinado en transgredir esos límites ahí vienen las dificultades.
Recordemos el pasaje del a Torre de Babel donde el hombre quiso, no sólo ser
igual que Dios, sino más que Dios y las consecuencias que esta actitud le
trajo. Y es que el hombre, hoy en día, sigue queriendo ser más que Dios.
En el
libro del Eclesiástico 15,16-21 leemos que el escritor sagrado nos señala que “si queremos, guardaremos los mandatos del
Señor, porque es prudencia cumplir su voluntad, y que por eso Dios ha puesto
delante de nosotros fuego y agua, vida y muerte, para que escojamos de acuerdo
a nuestra voluntad y libertad; y que Dios no ha mandado al hombre a pecar…” La palabra guardar hay que entenderla como
practicar. Por eso el mismo Jesús nos dice en el evangelio de san Juan: “si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi
Padre lo amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada”. Y es que
guardar los mandatos del Señor nos da la herencia eterna porque ellos alegran
nuestro corazón (Slm 119,11). Aquí entran en juego la voluntad y libertad del
hombre; Dios nos da la opción de elegir. Sabemos lo que Dios quiere para
nosotros, pero no basta con que Él quiera nuestro bien, es necesario que
nosotros también queramos nuestro bien. También se nos habla de la prudencia. Y
la prudencia es una de las virtudes cardinales, que son cuatro: prudencia, justicia,
templanza y fortaleza. Las virtudes cardinales son fundamentales en el ser
humano. La palabra virtud quiere decir hacer hábito; pero este hábito no es en
sentido de rutina, sino hábito de hacer lo bueno, porque es bueno.
La
virtud de la prudencia ayuda al hombre a discernir el bien del mal o distinguir
entre el bien y el mal, para que pueda elegir siempre el bien. Pero, como está
en juego la facultad de la libertad, pues no siempre elegimos el bien, sino el
mal. Para el hombre siempre es bueno elegir la voluntad de Dios, eso lo hace un
hombre prudente: “…el que me oye y hace
lo que yo digo, es como un hombre prudente que construyó su casa sobre la roca”
(Mt 7,24); elegir lo contrario, por lo tanto, lo hace un hombre imprudente. El
hombre siempre está pidiéndole a Dios que le muestre su voluntad y que se haga
su voluntad en él, pero cuando Dios muestra cuál es su voluntad, que no siempre
coincide con la del hombre, éste se echa para atrás.
El mal,
el pecado, más que estar fuera del hombre, está más bien dentro del hombre.
Todo lo que Dios creó lo creó bueno, y al hombre lo creó muy bueno, nos dice el
Génesis. Entonces, si el hombre fue creado muy bueno, ¿por qué peca? Pues
porque quiere y elige pecar. El pecado se gesta, se anida en el interior del hombre,
y de su interior pasa al exterior: “no es
lo que entra al hombre lo que lo hace impuro, sino lo que sale de su boca…”,
dijo Jesús. Cuando el hombre consiente en su interior, es lo peligroso. El
consentir es como un deleitarse, gozarse en el pecado, y después viene la
acción. Cuando Jesús habla de que si no somos mejores que los fariseos y
escribas, no entraremos al reino de los cielos, nos está exhortando a que no
nos quedemos en la letra, en lo externo de la ley, sino que seamos capaces de
ir al espíritu de la ley. Por eso fue que Él vino a darle su plenitud a la ley
y a los profetas, y no a abolirla. La ley de Dios y la ley dada a Moisés, nos
son dos leyes contrapuestas, sino una sola ley dada al hombre en dos etapas:
una en el Antiguo Testamento, que es preparación para la segunda, dada en el
Nuevo Testamento y revelada en el Hijo de Dios. Jesús se nos muestra así como
el verdadero legislador. Jesús nos hace ver en nuestro interior; por eso
insistió tanto en limpiar nuestro corazón y en que no nos parezcamos a los
fariseos y escribas. Que no hagamos de nuestro culto a Dios un culto vacío; que
no honremos a Dios con los labios, sino con el corazón. Que elijamos cumplir
sus mandatos y enseñemos a los demás a cumplirlos para así ser grandes en el
reino de los cielos. Que seamos capaces de hablar de los mandatos del Señor
ante los reyes y poderosos de la tierra, y en especial de nuestra sociedad, sin
miedo ni vergüenza. Los mandatos del Señor dan vida y alegran el corazón.
excelente!!!!
ResponderBorrarExcelente reflexión Padre Robert, Dios le bendiga!
ResponderBorrar