Lo primero que quiero dejar claro es que no
pretendo agotar todo el tema en estas líneas ya que es imposible. Lo que sí
quiero es presentar lo más fundamental al respecto y que nos sirva para poder
conocer y entender la doctrina de nuestra fe con respecto a este tema. El mismo
puede verse enriquecido por las opiniones y preguntas que se susciten, pero
siempre apegado a la doctrina evangélica y eclesial. La enseñanza de la Iglesia
se fundamenta en lo que podríamos llamar un trípode: 1) sagrada escritura, 2)
la sagrada tradición (porque no todo fue escrito) y, 3) magisterio eclesial. Que
no prevalezcan las opiniones personales y sentimentales, por encima de la
doctrina evangélica y eclesial. Santa Catalina de Siena decía: “Hablen, griten con mil lenguas, porque
de tanto callar, el mundo está podrido”. ¡Y nosotros no podemos callar
la verdadera enseñanza que nos salva: el evangelio de Cristo!
Quiero
partir del libro de los Hechos de los apóstoles 9, 31-32, que dice: “La Iglesia gozaba de paz por toda Judea,
Galilea y Samaría. Se consolidaba y caminaba en el temor del Señor y crecía con
el consuelo del Espíritu Santo”.
En
estos dos versículos de los Hechos, leemos lo que es fundamental en todo este
caminar en la fe, es decir, lo que le dará a la Iglesia y la mantendrá firme en
su camino, es en la medida en que ella permanezca fiel a Cristo y su evangelio,
y se deje guiar, sea dócil (sumisa) a
las inspiraciones del Espíritu Santo.
La
Iglesia es de Cristo, no nuestra. Y esto quiere decir que ella no tiene que reinventarse,
sino ser fiel a Cristo y su evangelio. La Iglesia nace desde el evangelio, no
al revés; el mensaje evangélico es anterior a la Iglesia. Por lo tanto, la
Iglesia tiene que ser, -y de hecho lo es- , custodia, guardiana, depositaria y predicadora
del único evangelio de Cristo. La Iglesia no se predica a sí misma, sino que
predica a Jesús resucitado. El mandato de Jesús a la comunidad de los Doce y en
ellos a sus sucesores, fue la de “ir
por todo el mundo a predicar el evangelio, enseñarles a las gentes a cumplir todo
cuanto el Maestro de Nazaret les enseñó y todo el que crea en este mensaje y se
bautice, se salvará”. Pues esto es lo que viene cumpliendo la Iglesia
desde su fundación hasta nuestros días.
El
obispo de Hipona, san Agustín, dijo: “¡Ay
del hombre y de sus pecados! Cuando alguno admite esto, TÚ te apiadas de él;
porque TÚ lo hiciste a él, pero no sus pecados”. Cristo mismo dijo: “No teman al que mata el cuerpo, pero no
el alma. Teman más bien al que, matando el cuerpo, puede matar también el alma”.
¿Y quién es ese que puede matar el cuerpo y el alma? Pues el pecado mortal o
grave. ¡Y es la muerte eterna, condenación eterna! Recordemos que una cosa es
la persona, el pecador; y otra cosa es el pecado. Dios ama al pecador, pero
rechaza el pecado; y Jesús vino a buscar, sanar, liberar y salvar al pecador de
la enfermedad, esclavitud y condenación del pecado. Y también dijo Jesús: “Yo no vine al mundo a condenar al mundo,
sino a que el mundo se salve por mí”.
Hablando específicamente de nuestro tema, hay que decir que en toda la
Sagrada Escritura hay abundantes citas y
textos que nos hablan acerca del adulterio. El adulterio es pecado grave,
mortal. La misma Sagrada Escritura nos deja ver la importancia profunda que
Dios le otorga al matrimonio; y ya el mismo san Pablo hablando del matrimonio,
lo presenta como imagen de Cristo-esposo como cabeza de su Iglesia-esposa. Y la
traición que en esta unión, -querida y establecida por Dios desde el principio,
adulterio-, se considera o califica como pecado grave y es causa de
condenación.
Veamos
lo que leemos en algunos pasajes bíblicos con respecto a este pecado. En el
libro del Éxodo 20,14; así como en Deuteronomio 5,18 se nos habla del
mandamiento de “no cometer adulterio”.
En Levítico 20,10 leemos: “Si un
hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, será muerto tanto el
adúltero como la adúltera”; en Mateo 5,28 leemos: “Pues yo les digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió
adulterio con ella en su corazón”; en 5,32: “Pues yo les digo: Todo el que repudia a su mujer, excepto en el
caso de fornicación, la hace ser adúltera, y el que se case con una repudiada,
comete adulterio”; en 15,19 leemos: “Porque
del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones,
robos, falsos testimonios, injurias”. En Marcos 10,11-12 leemos: “Quien repudie a su mujer y se case con otra,
comete adulterio contra aquella; lo mismo la mujer que repudia a su marido y se
casa con otro, comete adulterio”.
Como vemos,
es la misma Sagrada Escritura que califica el adulterio como pecado grave; y Jesús
fue quien le dio su más profundo y definitivo sentido al calificarlo como pecado
grave o mortal. Una de las cosas que muchos de nosotros los cristianos no hemos
reparado en ello, a pesar de que está muy especificado en la Sagrada Escritura,
es la radicalidad de Jesús y del evangelio. Jesús no vino a suavizarnos el
mensaje, fue radical; Jesús no vino a buscar consenso ni a fortalecer el
sentimentalismo ni a otorgar derechos; él vino a cumplir con la misión
encomendada por su Padre, que fue la de salvar a sus hijos, predicando y
enseñándoles la verdad, para que por esa verdad fuéramos libres y salvos. Y la
Iglesia, que es la depositaria y continuadora de la misión de la evangelización
iniciada por Jesús, anuncia en fidelidad a Cristo resucitado y su evangelio,
nos guste o no nos guste; estemos de acuerdo o no; porque esto no se trata de
consenso, sino de doctrina evangélica y eclesial. Hay quien le reclama a la
Iglesia que de dónde ella se adjudicó esa autoridad para enseñar lo que enseña.
Pues esa autoridad le viene dada, le fue otorgada, delegada por el mismo Jesús
para que la ejerza en su nombre, cuando le dijo al apóstol Pedro y al resto de
los Doce, y en ellos, a sus sucesores: “Te
daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates sobre la tierra
quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado
en los cielos” (Mt 16,19). Por esto, en continuidad con este mandato,
la Iglesia nos enseña en el Catecismo de La Iglesia Católica n.1385c: “Quien tiene conciencia de estar en
pecado grave debe recibir el sacramento de la reconciliación antes de acercarse
a comulgar”; y en el n. 1415: “El
que quiere recibir a Cristo en la comunión eucarística debe hallarse en estado
de gracia. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe
acercarse a la eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento
de la penitencia”. No podemos dejar de mencionar a san Pablo, que dijo:
“Así pues, quien coma el pan o beba el
cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre de Cristo.
Examínese, por tanto, cada uno a sí mismo, y entonces coma del pan y beba del
cáliz; porque el que come y bebe sin discernir el cuerpo, come y bebe su propia
condenación. Por eso hay entre ustedes muchos enfermos y débiles, y mueren
tantos. Si nos examináramos a nosotros mismos, no seriamos condenados”.
Es claro que el apóstol de los gentiles apela aquí a la conciencia de cada uno
para el recto examen interior y poder estar capacitado espiritualmente para
recibir la comunión. Cabe destacar con las citas anteriores del Catecismo que,
queda claro que la Iglesia está basando su enseñanza en este aspecto en lo que
respecta al fuero externo de la persona y no en el fuero interno. El papa san
Juan Pablo II dijo: “De lo interno, ni
la Iglesia se atreve a juzgar”.
Entonces,
dicho todo lo anterior, hay que decir lo siguiente. Un católico que esté casado
sólo por el civil o en unión libre, o divorciado y vuelto a casar; está
impedido de acercarse a los sacramentos de la comunión y confesión
sacramentales. Pero, ¿por qué al de la confesión? Pues porque este sacramento
está en relación y orientado a la comunión eucarística. Cuando la persona se
acerca a la confesión, no puede hacerlo para confesar algunos pecados sí y
otros no. Esto no quiere decir que la persona no pueda buscar y ser recibida
para una dirección espiritual o conversación. Una cosa es la confesión
sacramental y otra cosa es la dirección espiritual. También la persona debe
saber y ser consciente de que, una cosa es el impedimento para recibir estos
sacramentos; y otra cosa es la “exclusión de la comunidad”: la persona, aun en
razón de su pecado mortal, no está excluida de la vida eclesial y comunitaria.
La exclusión de la comunidad eclesial se da por medio de un decreto público de
“excomunión” o, por autoexclusión de la misma persona. Cuando una persona, fiel
católico, se auto excluye de la comunidad porque no le parece o no está de acuerdo
con la doctrina enseñada, es un asunto personal del que así actúe; no puede echarle
la culpa a la Iglesia. Es importante que la persona entienda que, al enseñar
esta doctrina, la Iglesia no le está juzgando, sino más bien, evitándole una
situación espiritual de condenación. También recordemos que los sacramentos y
la gracia que recibimos en ellos, no son un derecho que tenemos los católicos
en la Iglesia, sino más bien, son un don (regalo) de Dios a sus hijos en su
Iglesia; y este regalo nos exige a todos cumplir con ciertas condiciones para
poder recibirlos. No comulgamos porque tenemos derecho a comulgar; sino que,
comulgamos porque estamos viviendo en la gracia de Dios. Ahora bien, su
situación de “irregularidad matrimonial” no le impide vivir, practicar y
realizar alguna acción apostólica en la Iglesia ni tampoco participar de los
diferentes grupos eclesiales. De hecho, desde hace mucho tiempo existe en
nuestra Iglesia una pastoral para divorciados.
Es
bueno saber que el impedimento sacramental se aplica a partir del momento en
que la persona tiene relaciones íntimas con su pareja. Es enseñanza de nuestra
Iglesia el que a estos hermanos se les instruya en la belleza y práctica de la
castidad, pero también sabiendo que esto nos exige una práctica de vida
virtuosa, ya que es la misma gracia de Dios, por medio del Espíritu Santo el
que lo hace posible en nosotros de acuerdo a nuestra disposición. También hay
que saber que, una persona que este casado por la Iglesia y se haya separado,
pero no establece una nueva relación sentimental, no tiene ningún impedimento
para recibir los sacramentos; lo mismo el que haya estado casado solo por lo
civil y se haya divorciado sin establecer una nueva relación sentimental.
Por último,
escuchemos lo que nos dice el profeta Jeremías 23, 9-15, al respecto de todo
esto y de la actitud corrupta que asumen los falsos profetas y sacerdotes de su
tiempo y que son denunciados: “Acerca
de los profetas. Se me rompe el corazón
dentro de mí, se estremecen todos mis huesos, estoy como un borracho enajenado
por el vino, a causa del Señor y de sus palabras santas. Pues de adúlteros está
lleno el país, porque por una maldición está de duelo la tierra, se han secado
los oasis del desierto. Corren tras la maldad. Su fortaleza no tiene
fundamento. Hasta el profeta y el sacerdote son impíos, incluso en mi templo
encontré su perversión. Por eso, su camino será como un resbaladero, serán
empujados a las tinieblas y caerán en ellas; les traeré la desgracia el año de
su castigo. Entre los profetas de Samaría vi una atrocidad: profetizaron por
Baal y descarriaron a mi pueblo Israel. Pero entre los profetas de Jerusalén vi
algo horrible; fornicar y caminar en la mentira. Y apoyaban a los malvados para
que no se convirtiera nadie de su maldad. Por eso, así dice el Señor de los
ejércitos acerca de los profetas: Yo les daré a comer ajenjo (comida amarga) y
les hare beber agua envenenada, porque de los profetas de Jerusalén salió la
impiedad para todo el país”. Quiero decir que, debemos tener mucho
cuidado con la enseñanza de una falsa
misericordia. Hay sacerdotes que le dicen a algunos fieles que, sabiendo su
situación sacramental irregular, les impulsan a comulgar y confesarse. El sacerdote
que así actúa, sabe que está actuando en contra de la doctrina evangélica y
eclesial induciendo al fiel a cometer sacrilegio y el fiel que está consciente
de esto no debe de seguir ni aplicar ese mal consejo. Hay que decir que, “el
que me ama de verdad, me dice la verdad, aunque me duela”; precisamente porque
quiere lo mejor para mí; ese es el camino del verdadero amor. Cuando caemos en
el falso concepto de la misericordia, hacemos daño y engañamos al otro. El que
nos da falsa misericordia, es como si nos estuviera dando un caramelo
diciéndonos que con eso nos vamos a sanar de nuestra enfermedad. No podemos
caer en el abuso de la misericordia de Dios; es verdad que Dios es inmensamente
misericordioso, pero también es inmensamente justo.
Pues
pidámosle a nuestro Señor Jesucristo que nos enseñe siempre, con su gracia, a
ser fieles a él y su evangelio y que nos ayude siempre a ser obedientes a lo
que nos enseña su iglesia en sus pastores. Que envíe siempre a su Iglesia
buenos y santos pastores; y que los que ya somos pastores, que nos esforcemos
por ser buenos, fieles y santos discípulos de Cristo. Que TODOS pongamos en
práctica sus palabras: “El que a
ustedes los escucha, a mí me escucha; y el que me escucha a mí, escucha al que
me ha enviado”. Que nos de sabiduría y discernimiento para saber
rechazar lo malo y quedarnos con lo bueno.
Bendiciones.