Las lecturas de este domingo nos enlazan con
las de los domingos anteriores sobre las características de la verdadera
oración. Hoy se nos hace hincapié en la confianza.
La primera lectura nos manifiesta la
misericordia de Dios: “Se compadece de todos, porque todo lo puede,
cierra los ojos a los pecados de los hombres y no odia nada de lo que ha hecho”.
Y el evangelista san Lucas pondrá en boca de Jesús:
“El hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido”.
Pues esta actitud misericordiosa de Dios es el fundamento inconmovible de
nuestra confianza. Por eso Jesús mismo, en otro momento, nos insistirá en la
confianza que debemos tener y manifestar en su amor, que nos perdona: “Confía
hijo, tus pecados son perdonados”, le dijo a un paralítico.
En nuestro lenguaje, tenemos la palabra “saqueo”
con “s” que, significa robo, muchas veces ejercido con violencia; y la palabra
“Zaqueo” con “z”, viene de la lengua griega, y significa “puro,
inocente”. Este segundo significado es el que nos presenta el evangelista san
Lucas en estos versículos.
Zaqueo es un publicano, es decir, un pecador público,
y también un hombre rico. Pero ¿quién le ha etiquetado de esta manera? La misma
sociedad; aquellos que se creen que son los puros, los sanos, los justos, los
buenos. Era el hombre que, por su oficio de recaudador de impuestos, estaba al
servicio del Imperio Romano, del imperio opresor, del rey. Este pasaje
evangélico se compone de dos escenas: una se da en el exterior, afuera con la
gente; y la segunda se da en el interior de la casa entre Jesús y Zaqueo. En
este pasaje de este evangelio, Jesús nos demuestra que ha venido al mundo para
salvar a los pecadores: “Son los enfermos los que necesitan al médico; no
los sanos”. ¡Él no excluye de su salvación a nadie! Y si él hace esto
con todos, ¿por qué muchos de nosotros nos hemos tomado la autoridad de excluir
a otros de ella? ¿Se nos han olvidado, acaso, las palabras de Jesús cuando nos
dijo: “No juzguen para que no sean juzgados; Con la vara que midan a los
demás, con esa misma los medirán a ustedes; Perdonen para que puedan ser
perdonados?” ¿Por qué algunos de nosotros somos obstáculo para que
otros se acerquen a Dios, a la comunidad eclesial? ¿Es que algunos nos creemos
más dignos que los demás del amor y la misericordia de Dios, cuando todos somos
hijos del mismo y único Dios-Padre? Pues en esta escena de este evangelio, Jesús
nos muestra que deja a la multitud que lo seguía y ovacionaba; deja las noventa
y nueve ovejas, y va en búsqueda de la oveja alejada, perdida, descarriada…
porque este también es hijo de Abraham, es hijo de Dios.
Vemos que todo empieza con la curiosidad en Zaqueo
por ver y conocer a Jesús, y también a lo mejor por hablar, dialogar con él. Ya
aquí empieza a trabajar en Zaqueo el anhelo de salvación. Jesús no queda
indiferente ni decepciona a Zaqueo, ya que le regala, le responde a su deseo con
una mirada fija y profunda, una mirada que transforma su corazón, y que cambia
el rumbo de su existencia. Lo mismo que ha sucedido con nosotros, a partir de
ese primer encuentro que tuvimos con Cristo en nuestro caminar. Si por un lado
Zaqueo era un hombre al servicio del Imperio Romano, pues, por otro lado, al
mismo tiempo, esto no fue impedimento de que abriera sus oídos para oír de Jesús,
que predica un evangelio de justicia, de caridad, de pobreza, que no tenía nada
que ver con el estilo de vida que llevaba entre la abundancia de los bienes
materiales que poseía. Zaqueo era un hombre que, antes de conocer y recibir a Jesús
en su vida, ya tenía su tesoro y seguridad aquí en la tierra, pero no era
consciente de que, por ellas mismas, estaba perdiendo todo, perdiendo aquello
para lo que en realidad fue creado: la salvación, la eternidad con Dios.
Zaqueo no rechaza el encuentro con Jesús;
todo lo contrario, lo busca, lo propicia; es sincero y pone los medios para
conseguirlo, y por eso es recompensado por Jesús; Jesús colma el anhelo de
aquel hombre que está hábido de su amor y su misericordia. Zaqueo, así,
comienza a acercarse a la fuente inagotable del amor y la misericordia divina. Jesús
no se le esconde, no lo evade; al contrario, se hace el encontradizo y le
propone reunirse con él en su propia casa; Jesús va donde está el pecador, a su
ambiente, no espera a que sea el pecador el que se acerque. Así también debemos
de actuar nosotros, discípulos de Cristo, porque el discípulo no es más que su
maestro, si hace lo que él manda y enseña.
Dios quiere que todos nos salvemos y
lleguemos al conocimiento de la verdad, pero también espera y quiere que
nosotros queramos salvarnos, pero que lo demostremos día a día con nuestras
actitudes; esforzarnos para entrar por la puerta estrecha; ya lo dijo san Agustín:
“El que te creó sin ti, no te puede salvar sin ti”. Y es que la salvación
es un don y una tarea al mismo tiempo.
Pero, no podemos dejar de observar que,
siempre ante estas acciones de Jesús, nunca faltan las críticas, las
murmuraciones: “Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador”; y
en otras ocasiones, son los mismos que comentan con los discípulos esas
acciones para tratar de predisponerlos con su Maestro. ¿No es acaso lo que
muchos de nosotros comentamos de otros cuando nos preguntamos o preguntamos qué
hace esa persona aquí en la iglesia? Y la respuesta es sencilla, pero profunda:
hace lo mismo que tú: busca de Dios, busca su amor, busca su perdón. Ya el
mismo Jesús dijo: “El que busca encuentra…” Pero, te has
preguntado: ¿Qué es lo que estás buscando? ¿Dónde lo estás buscando? y, ¿Cómo
lo estás buscando?
Fijémonos en esto: Jesús, cuando le dijo a
Zaqueo que bajara del árbol porque quería hospedarse en su casa, no cuestionó a
Zaqueo; es decir, no le cuestionó sobre su honorabilidad, ni su moral ni sus
acciones; no le cuestionó si era buen esposo, buen padre, buen jefe, buen
vecino, caritativo, solidario, religioso; ¿y cuántas veces muchos de nosotros,
eso es lo primero que hacemos con los demás que, para que se acerquen a Dios,
primero los cuestionamos: ¿estas casado por la iglesia? ¿te confiesas? ¿das
limosna? ¿vas a misa? ..., para saber si es digno o no de estar en la casa de
Dios, en la comunidad, o de participar en el retiro, o en la liturgia, en el
coro o en cualquier otro ministerio. Y nos olvidamos de que lo que nos hace
cristianos e hijos de Dios es el bautismo. Ante esta actitud nos advierte el
Señor: “¡Ay de ustedes, maestros de la ley, que se han quedado con la
llave del saber; ustedes, ¡que no han entrado y han cerrado el paso a los que
intentaban entrar! No se trata de evaluar a las personas en las
categorías de puro e impuro, sino aprender a ir más allá, a mirar la persona y
las intenciones de su corazón. En definitiva, no debemos ser obstáculo para que
otros se acerquen a Dios y a la Iglesia.
Recibir a Jesús en nuestras vidas es dejar
entrar el amor de la justicia y de la caridad. El encuentro de Zaqueo con Jesús
y el haberlo recibido en su casa, condujo a Zaqueo a convertirse en un hombre
justo y generoso, en un hombre nuevo, desprendiéndose libremente de aquello que
lo tenía atado, que lo tenía esclavizado, poseído: sus bienes materiales.
Zaqueo solo quería ver a Jesús, pero recibió de éste mucho más de lo que
esperaba y pensaba: Jesús lo mira, le habla, quiere entrar en su casa y entra
con él la salvación para Zaqueo y todos los de la casa. Es la gracia de Dios,
la vida de Dios que se empezó a manifestar abundantemente en aquella casa y así
se empezó a edificar sobre la roca firme y piedra angular que es Jesús y su
evangelio, su buena noticia de sanación, liberación y salvación. Es el gran tesoro
al que podemos aspirar los hijos de Dios: los bienes espirituales (san Mateo),
el don del Espíritu Santo (san Lucas). Y es que las riquezas son vacías cuando están
acaparadas, sustrayéndolas a los más débiles y vienen usadas para el propio
lujo desenfrenado; cesan de ser malas cuando son fruto del propio trabajo y se
consiguen para servir también a los otros y a la comunidad. No es la riqueza en
sí lo que Jesús condena sin más, sino el uso perverso de ella. También para el
rico hay salvación.
Jesús nunca aduló a los ricos y poderosos, y
nunca buscó su favor a costa de acomodar el evangelio. Todo lo contrario. Antes
de Zaqueo oír las palabras de Jesús: “Hoy ha llegado la salvación a esta
casa”, debió tomar una valiente decisión: dar a los pobres la mitad de
sus sueldos y de los bienes acumulados, reparar las extorsiones hechas en su
trabajo, restituyendo cuatro veces más. Zaqueo es así, un ejemplo y testimonio
de conversión evangélica, que es siempre una conversión para con Dios y para
con los demás. ¿Y qué podríamos decir de la frase que Jesús le dirigió a Zaqueo
al principio: “Zaqueo, baja enseguida?” Si por un lado el evangelista
nos dice que estaba arriba del árbol porque era bajo de estatura, por el otro
lado, ese lugar alto era también un sitio muy acomodado que le permitía ver
desde arriba a todo y a todos sin ser visto, sin ser tocado. Vemos aquí los
papeles invertidos: ¡Es el Señor el que tiene que levantar la mirada para ver
al hombre! Es estar por encima de los demás, estar apartado de la muchedumbre.
Así también muchos de nosotros que estamos en la comunidad, pero apartados de
los hermanos, contemplando todo desde arriba, desde la distancia o desde el
lugar cómodo donde me siento, sin entablar ningún tipo de relación ni
compromiso en la comunidad ni la sociedad; nos comportamos como simples
espectadores. Pero Cristo, al igual que con Zaqueo, nos conmina a que bajemos
de las alturas en la que nos encontramos, porque es la oportunidad de
aprovechar su paso por debajo de nosotros y que puede que ya no levante más su
mirada, como diría san Agustín: “Temo, Señor, que pases delante de mí y
yo no me dé por aludido”.