“Pero tú,
hombre de Dios, huye de todo esto. Lleva una vida de rectitud, de piedad, de
fe, de amor, de fortaleza en el sufrimiento y de humildad de corazón” (2Tim
6,11).
Existe un escrito de Monseñor Domingo
Castagna, que me permito transcribir aquí algunas ideas que, con motivo al año
sacerdotal 2009-2010, escribió a cerca del sufrimiento de un joven sacerdote y
que hoy es beato: “El pbro. Eduardo Poppe: La vida de este sacerdote estuvo
muy marcada por el dolor y el sufrimiento. Él ejerció su ministerio sacerdotal
en Bruselas. Resalta este obispo la cualidad de la fidelidad que este sacerdote
manifestaba a todo aquello que Dios no cesaba de inspirarle y que era más
fuerte que su deseo de desaparecer de la atención de la gente, entre sus
hermanos sacerdotes. Era un sacerdote de una madurez espiritual profunda, de
pobreza y generosa disponibilidad para el servicio. Mantenerse fiel en un clima
eclesiástico poco comprensivo supone mucho silencio y humildad. El amor a
Cristo le otorga valor excepcional y gran libertad evangélica. Sus primeras
experiencias sacerdotales ponen en cuestión su capacidad de obedecer y, al
mismo tiempo, de tender a la perfección que el Señor le exige…” Y así, muchas
otras cosas más resaltan este Monseñor de este beato sacerdote, que murió en 1924,
a la edad de 33 años.
Cuando leemos el escrito completo, la
pregunta que nos asalta después de tan rica lectura es ¿qué mensaje encara para
la Iglesia y para los sacerdotes? No debemos dudar de que Dios, en su infinita
providencia, permite que surjan los santos en el momento oportuno cuando la fe
parece que está por desaparecer o cuando es más manifiesta la debilidad de la
misma; cuando parece que la duda y la incredulidad buscan, sin pensarlo,
testigos de la fe perdida. Nos dice el pbro. David Busso que “no siempre es
la incredulidad el mal que corroe la vida de los creyentes sino la mediocridad.
Sin duda el mayor peligro que amenaza el ejercicio del ministerio sacerdotal es
la vida mediocre de los ministros. Poca oración, criterios prebendarios y de
comodidad, descuido escandaloso de enfermos y penitentes, espera ambiciosa de
promociones y reconocimientos, etc.” El sacerdote Poppe supo elegir todo lo
contrario; supo, -como María, la hermana de Lázaro-, elegir la parte mejor, la
parte que no le será quitada. Supo elegir a Cristo. Pero esta elección no
estuvo exenta de sufrimientos, provocados muchos de ellos por asumir en su vida
el evangelio; por hacer vida en su vida el mensaje de Cristo y así cimentar su
vida en la roca firme que es la persona de Jesús y su mensaje. Supo edificar su
ministerio sacerdotal en la misma palabra viva de su Señor, quien lo llamó al
servicio por medio de este ministerio sacerdotal. Poppe quiso ser santo; quiso
encarnar en su misma vida, en este mundo, la llamada a la santidad que le hizo
el Señor Jesús, sin escatimar el dolor, la incomprensión y el sufrimiento.
El beato sacerdote Poppe supo ser y encarnar
la imagen del buen pastor y salir o abandonar la mediocridad sin llegar a
sentirse más que los demás; sin llegar a sentirse más que sus hermanos
sacerdotes. En el beato Poppe siempre estuvo manifiesto su gran e infinito deseo
de permanecer fiel al amor de su Señor y de manifestarlo y testimoniarlo a
todos los que le rodeaban; quiso siempre ser un verdadero siervo del Señor, un siervo
inútil que solo le interesaba cumplir con lo mandado por su Señor. Ser un
hombre, un sacerdote de Dios; un fiel administrador de los misterios y la
gracia de Dios, de la cual él tendría que dar cuentas cuando fuera llamado por
Dios a su presencia.
De este sacerdote y de su incansable amor que
testimoniaba a través del ministerio sacerdotal, debemos de aprender los demás
sacerdotes para salir de nuestra vida y ministerio, -muchas veces-, sin sentido
y acomodado. Ya el mismo santo Padre Francisco nos ha insistido que debemos ser
sacerdotes o pastores que olamos a
ovejas; que nos adentremos e insertemos en la realidad en que ejercemos nuestro
ministerio sacerdotal; que salgamos de nuestra comodidad y nos lancemos a las
periferias; que seamos sacerdotes siempre en salida; que cumplamos con la
responsabilidad puesta en nuestras manos de ser buenos y fieles administradores
de la gracia de Dios; que entendamos que la atención pastoral a los enfermos y
el ministerio de la confesión y reconciliación no son añadidos al ministerio
sacerdotal, sino más bien parte de nuestro deber y responsabilidad de administrar
con fidelidad los dones a nosotros entregados para ofrecerlos de acuerdo a la
voluntad e intención del único dueño, Jesucristo.
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