Esta celebración
eucarística tiene la particularidad de que nos regocijamos por habernos hecho
el regalo de su Madre Santísima como nuestra Madre. Ya nosotros tenemos un
Padre y un hermano mayor. Pero lo cierto es que no quiso dejarnos huérfanos de
madre. Nos entregó a su misma Madre para que sea nuestra Madre; y para que,
como hizo el discípulo amado, también cada uno de nosotros nos la lleváramos a
nuestra casa. Pero, al igual que su Hijo que quiere morar en la habitación de
nuestro corazón, ella también lo quiere hacer.
En el pasaje del
evangelio que hemos escuchado, vemos la figura de Herodes, que representa
el poder político y su preocupación por retenerlo. Esto implica mantener todo
lo que representa: los privilegios, las adulaciones y autoridad. Y siente miedo
ante el anuncio del nuevo rey porque piensa que lo puede destronar. Como político
al fin, utiliza la mentira disfrazada de verdad, diciéndole a los magos que averigüen
bien el lugar donde nacerá el niño para ir él también a adorarlo; su estrategia
es convertir a los magos, de mensajeros en espías; pero en realidad lo que
quiere hacer es encontrarlo para matarlo. Para Herodes, el niño es una amenaza
para sus ambiciones políticas. Herodes hace su elección: elige su voluntad y
rechaza la voluntad de Dios. En segundo plano, tenemos a los escribas y
sacerdotes, que conocen bien las escrituras y profecías al respecto del
nacimiento del niño; saben el tiempo y lugar. Pero no hacen nada para buscarlo
y encontrarlo, porque están acomodados y no quieren renunciar a su estatus. No mueven
ni un dedo para buscar al Dios esperado y prometido.
En tercer lugar, tenemos a los magos. Estos
buscan a Dios; son los auténticos buscadores de Dios. Representan a todos
aquellos que no son del pueblo elegido. Representan a los pueblos paganos, a la
universalidad de la humanidad. Éstos buscan la verdad que le dará sentido a sus
vidas; perseveran sin desfallecer porque están seguros de que darán con ella.
Superan los obstáculos que se les presentan en el camino, la oscuridad que les
envuelve al perder de vista la luz de la estrella que les guiaba; la soledad
del desierto, las dudas. Cuando vuelven a encontrar la estrella que los guía y
lleva al lugar donde nació el niño, no pueden ocultar la alegría, el gozo, la
satisfacción de haberlo encontrado. Ven colmado sus esfuerzos, sacrificios y
perseverancia. Llegando ante el niño-Dios, se arrodillan y le ofrecen sus
mejores regalos: sus vidas, sus trabajos, sus corazones, le reconocen como su
Rey, su Dios y Señor.
¿Y qué
podemos aprender nosotros de estos magos de oriente? Lo primero es que, como
ellos, también nosotros debemos ser permanentes buscadores de Dios, de la
Verdad, de la vida, de la verdadera alegría; lo segundo es que nos dejemos
ayudar por diferentes medios de nuestra fe para realizar esa búsqueda y lograr
encontrar al Señor en esta vida, que es el tiempo establecido para encontrarlo;
lo tercero es que aprendamos a enfrentar y a superar los obstáculos en nuestro
camino, el cansancio, las oscuridades, las dudas…, para que al final
descubramos al Dios que quiere encontrarse con nosotros y cambiar nuestras
vidas. El encuentro con Cristo, si es verdadero y sincero, jamás nos dejará
igual; nos lleva por camino diferente al que nos encontró. Nos lleva a creer que,
de una sociedad arropada por el materialismo y la increencia, puede pasar a ser
una sociedad creyente y buscadora de Dios.
Todo verdadero discípulo
de Jesús, si es verdad que quiere dejarse guiar por él, tiene y debe de amar a
su Madre. Ella es parte fundamental de la vida y predicación de Jesús: es la
dichosa, la feliz y la bienaventurada discípula de Dios por haber escuchado y
cumplido su voluntad. Debe amarla como Cristo la amó; escucharla como Cristo la
escuchó; venerarla como su Hijo la veneró; respetarla como su Hijo la respetó.
Porque ella es el camino para llegar al Hijo. Nadie como la Virgen María para
enseñarnos cómo amar al Hijo de Dios, a su Hijo. Amar a la Madre del Hijo de
Dios, nos mantiene unidos a él, ¡jamás separados! El corazón del Hijo está
unido al corazón de la Madre y viceversa: son dos corazones que aman, que ríen,
que perdonan y sufren juntos; ambos son inmaculados, limpios, compasivos, fuertes
y santos.
Pues esta es la Virgen
Madre que hoy, de manera especial, celebramos en esta eucaristía como
Protectora de nuestra nación dominicana. La Virgen María es la protectora del
Hijo de Dios y también quiso ser, de manera particular, protectora del pueblo
dominicano. Quiso identificarse con nuestro pueblo y por eso asumió en sus
vestidos los colores de nuestra bandera nacional. Ella nos enseña a contemplar
al Hijo de Dios que, en la imagen de un bebé, se pone en nuestras manos, a
nuestro cuidado, a nuestra protección. Los brazos y manos de la Virgen Madre
son como un trono y un altar que nos ofrece al mismo Dios hecho hombre para que
lo adoremos, lo glorifiquemos y nos abandonemos a su providencia y voluntad. Es
lo que le debemos a Dios Padre.
La Virgen María, al ser
dada a nosotros como Madre por su Hijo Jesucristo, también es Madre de la
Iglesia. Ella es Madre de todos los que tienen nueva vida por el bautismo. María
no se hizo un Dios a su medida. No practicó una fe ni una religión a la carta.
María no fue la mujer creyente, Madre de Dios que dijo “Dios sí, Iglesia no”.
María es modelo de amor a la Iglesia. Es camino seguro para saber cómo tenemos
que vivir en la Iglesia, por la Iglesia y con la Iglesia. Por eso, ella también es Madre y Maestra de
la Iglesia; es Madre y Maestra nuestra. Ella nos arropa con su amor materno y
nos protege con su santo manto de los peligros y acechanzas del enemigo de Dios,
del diablo. Como Madre nos guía en la oración, nos fortalece con su ternura,
nos cuida con su amor de Madre, nos abraza con sus suaves brazos y nos lleva en
su regazo. Como Maestra nos enseña la vida de fe y de servicio; nos enseña a
ser humildes; a confiar y a obedecer la voluntad de Dios; nos enseña a confiar
en la esperanza divina. María nos
enseña que lo importante no es recibir honores y ocupar los primeros puestos,
sino amar.
Podemos afirmar que María
fue la mujer creyente en la eucaristía. Así como ella contempló a su Hijo
acostado en el pesebre, también lo pudo contemplar en el altar eucarístico. Después
de la resurrección, tuvo que aprender a contemplar a su Hijo de una manera
diferente, de una manera sacramental. Seguro que ella supo descubrir la
presencia de su Hijo de esta manera eucarística en el altar porque estaba
unidad a él en cuerpo y alma. Y es que la eucaristía es la presencia trinitaria
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso, nosotros debemos aprender a
vivir la eucaristía sabiendo que tratamos con una persona en particular: el
mismo Cristo, nuestro Dios y Señor.
Esta mujer creyente, Madre,
discípula y servidora, es a la que hoy celebramos como nuestra Protectora. Como
sus hijos espirituales, le pedimos que no quite su mirada de nuestra nación
dominicana que tanto la necesita. Necesita de sus ruegos y oraciones. Necesita
dejarse guiar por ella en este camino difícil, cubierto casi todo él por un
manto de oscuridad. Esta oscuridad que se manifiesta de muchas y diferentes
maneras. Nuestra sociedad dominicana, hoy está arropada por el manto de la
violencia. Si algo debíamos de tener bien aprendido ya, es saber que la
violencia es incompatible con el seguimiento de aquel que murió en la cruz
perdonando a sus asesinos. Pero ¿cómo aprenderlo si cerramos nuestro corazón a
Dios? ¿Si ya no escuchamos su voz? Los ídolos del materialismo, de la
corrupción, del hedonismo, del egoísmo, de la indiferencia y la superficialidad
están dejando su huella profunda en el corazón de gran parte de nuestra
sociedad dominicana.
Nuestra nación parece
que muere. Nuestra vida se degrada en el irrespeto, la vulgaridad y la
indecencia. Hay unos grupos en nuestra
sociedad que quieren arruinar nuestras vidas. Los hechos de muerte que estamos
padeciendo parecen que están produciendo un hondo dolor en nuestra sociedad;
nos sume en una angustia terrible y de desesperación; nos provoca un dolor
insoportable. Y nos preguntamos: ¿Qué nos puede ayudar a soportar esta
situación? Y al mirar a nuestra Madre del cielo, vemos que nos guía hacia la
esperanza.
Otro manto oscuro que
arropa a nuestra sociedad dominicana es el de la mentira. Hemos elegido la
mentira como camino y hemos rechazado la verdad. La mentira nos esclaviza; la
verdad nos libera. La mentira se disfraza de piadosa y bonachona. Pero cuando
se descubre, entonces el daño que hace es mucho mayor que el bien que se
consiguió con ella. Pues ante este manto oscuro de la mentira, María de la Altagracia
nos guía hacia la Verdad que nos hace libres.
Un tercer manto de
oscuridad que viene arropando a nuestra sociedad dominicana es el manto que se
cierne sobre las familias. Dios quiso que su Hijo naciera y creciera en una
familia, en un hogar. Pero, hoy en día, muchas familias dominicanas han sacado
a Dios de su entorno. En muchas familias dominicanas hoy no se enseña a creer
en Dios, a vivir el amor a Dios ni al prójimo, no se construye esperanza; no se
edifica en la paz ni en la compasión; hay mucha violencia en el interior de
muchas familias dominicanas; violencia que se traduce en tragedias de muertes
espantosas. En muchas familias dominicanas hay poca solidaridad. Son familias
que se vienen edificando sobre arena.
¿Y qué decir del manto
de las ideologías, sobre todo la ideología de género, que viene avanzando a
pasos acelerados y que nuestras autoridades la han venido imponiendo mediante
medidas administrativas en el sistema educativo, judicial y cultural? Estamos
enfrentando no una guerra armada, sino una guerra que se libra en el terreno de
los valores, de la defensa de nuestros valores, de nuestra fe, de nuestras
tradiciones. Una guerra cultural que inició hace décadas que no mata
físicamente, de momento, pero sus bombas ideológicas destrozan nuestra
sociedad. Es una guerra de ideas, y por tanto de formación, de educación. Ya no
es una lucha por la familia, por el desarrollo económico, por la salud, la
educación, sino por el deseo asesino de acabar con la vida de los más
indefensos, desde el vientre materno. Son los Herodes modernos y progres, que
ven en este genocidio un bien público y moralmente justificable. Sin dudas que
esta guerra es contra los poderes satánicos. Nuestra nación dominicana está
siendo arrodillada a los poderes oscuros de organismos internacionales que se
han erigido, con sus agendas genocidas, en los todopoderosos al que hay que
rendirles adoración, porque se creen que son dioses. Los magos de oriente nos
enseñan, con su actitud, ante quién es que debemos arrodillarnos: ante nuestro
Dios, Rey y Señor, Jesucristo. Nadie más. Sólo a él le debemos adoración,
alabanza y agradecimiento, y a eso hemos venido a esta celebración eucarística.
Sólo ante él debemos ser incondicionales. Ellos nos muestran la auténtica
piedad. Es triste decirlo, pero, somos una sociedad que vive sin saber lo que
nos pasa. Y es que, sólo los que aman la Patria, se la echan al hombro y la
defienden.
En medio de este
panorama tétrico y desolador, María de la Altagracia nos guía para que
descubramos la voluntad de Dios. Y es que, para saber cuándo una cosa es
voluntad de Dios, tenemos dos medios fundamentales para discernirlo: el primero
es que nos provoca paz interior y el segundo, que nos impulsa a las buenas
obras. Esto es lo que necesita nuestra sociedad dominicana. Y lo logramos en la
medida en que obedecemos a Dios. Contemplar a nuestra Madre de la Altagracia es
darnos cuenta de que ella nos dice que Dios quiere conquistar nuestro corazón.
Por eso nos envió, a través de ella a su Hijo, para sentirnos amados y que empecemos
a amarle; para dejar el miedo y fortalecer la alianza de amor divino.
Me vienen a la mente
recordar las palabras de libro de Samuel que, al escuchar la voz del Señor que
le llamaba, este le respondió “Habla Señor, que tu siervo escucha”. Escuchar a
Dios es obedecerle total y absolutamente. Obedecerle a él es garantía de que no
nos equivocamos. Él nos sigue hablando por medio de la Madre de su Hijo y ella
nos recuerda que debemos “hacer lo que él nos diga”.
María de la Altagracia
nos protege y nos guía en ese camino que nos libera de este poder del enemigo
de Dios, de las ideologías, de la oscuridad y la mentira. Pero, al mismo tiempo
nos dice que debemos escuchar a Dios. Con María y como María, la Iglesia se
halla llamada a educar a sus hijos en la fe, manteniéndolos firmes ante las
asechanzas de la serpiente y de sus aliados en el mundo, porque si nuestra
nación se sigue apartando de Dios, caerá presa de los ídolos. Y es que donde está Dios,
está la verdad.
María de la Altagracia,
Protectora nuestra, ruega por nosotros. Amen