domingo, 21 de enero de 2024

SOLEMNIDAD NTRA. SRA. DE LA ALTAGRACIA. PROTECTORA DEL PUEBLO DOMINICANO (ciclo B)

 

  Damos gracias a Dios, Padre Todopoderoso, por habernos permitido una vez más poder celebrar esta eucaristía, esta acción de gracias por todas las bendiciones que sigue derramando en nosotros, en nuestras familias, en nuestras comunidades cristianas y en nuestra sociedad dominicana. Hemos venido a este lugar santo con la intención de celebrar nuestra fe y, al mismo tiempo, pedir fortaleza y confianza en su palabra para poder aceptar su voluntad.

  Esta celebración eucarística tiene la particularidad de que nos regocijamos por habernos hecho el regalo de su Madre Santísima como nuestra Madre. Ya nosotros tenemos un Padre y un hermano mayor. Pero lo cierto es que no quiso dejarnos huérfanos de madre. Nos entregó a su misma Madre para que sea nuestra Madre; y para que, como hizo el discípulo amado, también cada uno de nosotros nos la lleváramos a nuestra casa. Pero, al igual que su Hijo que quiere morar en la habitación de nuestro corazón, ella también lo quiere hacer.

  En el pasaje del evangelio que hemos escuchado, vemos la figura de Herodes, que representa el poder político y su preocupación por retenerlo. Esto implica mantener todo lo que representa: los privilegios, las adulaciones y autoridad. Y siente miedo ante el anuncio del nuevo rey porque piensa que lo puede destronar. Como político al fin, utiliza la mentira disfrazada de verdad, diciéndole a los magos que averigüen bien el lugar donde nacerá el niño para ir él también a adorarlo; su estrategia es convertir a los magos, de mensajeros en espías; pero en realidad lo que quiere hacer es encontrarlo para matarlo. Para Herodes, el niño es una amenaza para sus ambiciones políticas. Herodes hace su elección: elige su voluntad y rechaza la voluntad de Dios. En segundo plano, tenemos a los escribas y sacerdotes, que conocen bien las escrituras y profecías al respecto del nacimiento del niño; saben el tiempo y lugar. Pero no hacen nada para buscarlo y encontrarlo, porque están acomodados y no quieren renunciar a su estatus. No mueven ni un dedo para buscar al Dios esperado y prometido.

  En tercer lugar, tenemos a los magos. Estos buscan a Dios; son los auténticos buscadores de Dios. Representan a todos aquellos que no son del pueblo elegido. Representan a los pueblos paganos, a la universalidad de la humanidad. Éstos buscan la verdad que le dará sentido a sus vidas; perseveran sin desfallecer porque están seguros de que darán con ella. Superan los obstáculos que se les presentan en el camino, la oscuridad que les envuelve al perder de vista la luz de la estrella que les guiaba; la soledad del desierto, las dudas. Cuando vuelven a encontrar la estrella que los guía y lleva al lugar donde nació el niño, no pueden ocultar la alegría, el gozo, la satisfacción de haberlo encontrado. Ven colmado sus esfuerzos, sacrificios y perseverancia. Llegando ante el niño-Dios, se arrodillan y le ofrecen sus mejores regalos: sus vidas, sus trabajos, sus corazones, le reconocen como su Rey, su Dios y Señor. 

   ¿Y qué podemos aprender nosotros de estos magos de oriente? Lo primero es que, como ellos, también nosotros debemos ser permanentes buscadores de Dios, de la Verdad, de la vida, de la verdadera alegría; lo segundo es que nos dejemos ayudar por diferentes medios de nuestra fe para realizar esa búsqueda y lograr encontrar al Señor en esta vida, que es el tiempo establecido para encontrarlo; lo tercero es que aprendamos a enfrentar y a superar los obstáculos en nuestro camino, el cansancio, las oscuridades, las dudas…, para que al final descubramos al Dios que quiere encontrarse con nosotros y cambiar nuestras vidas. El encuentro con Cristo, si es verdadero y sincero, jamás nos dejará igual; nos lleva por camino diferente al que nos encontró. Nos lleva a creer que, de una sociedad arropada por el materialismo y la increencia, puede pasar a ser una sociedad creyente y buscadora de Dios.

  Dios nos ama. Cristo nos ama. María, como discípula amada de Dios y Madre de Su Hijo, también nos ama. Nosotros, si queremos ser verdaderos discípulos de Cristo y verdaderos hijos de la Virgen Madre, debemos aprender a amar como ella. Un amor lleno de generosidad, de paciencia, de ternura, de amabilidad, de devoción, de confianza y de misericordia; un amor inquebrantable que la llevó a estar de pie ante la cruz donde agonizaba su Hijo y no desfallecer, a pesar de la espada que en ese momento le traspasaba el alma, como lo profetizó el anciano Simeón cuando fue a presentar al niño al templo.

  Todo verdadero discípulo de Jesús, si es verdad que quiere dejarse guiar por él, tiene y debe de amar a su Madre. Ella es parte fundamental de la vida y predicación de Jesús: es la dichosa, la feliz y la bienaventurada discípula de Dios por haber escuchado y cumplido su voluntad. Debe amarla como Cristo la amó; escucharla como Cristo la escuchó; venerarla como su Hijo la veneró; respetarla como su Hijo la respetó. Porque ella es el camino para llegar al Hijo. Nadie como la Virgen María para enseñarnos cómo amar al Hijo de Dios, a su Hijo. Amar a la Madre del Hijo de Dios, nos mantiene unidos a él, ¡jamás separados! El corazón del Hijo está unido al corazón de la Madre y viceversa: son dos corazones que aman, que ríen, que perdonan y sufren juntos; ambos son inmaculados, limpios, compasivos, fuertes y santos.

  Pues esta es la Virgen Madre que hoy, de manera especial, celebramos en esta eucaristía como Protectora de nuestra nación dominicana. La Virgen María es la protectora del Hijo de Dios y también quiso ser, de manera particular, protectora del pueblo dominicano. Quiso identificarse con nuestro pueblo y por eso asumió en sus vestidos los colores de nuestra bandera nacional. Ella nos enseña a contemplar al Hijo de Dios que, en la imagen de un bebé, se pone en nuestras manos, a nuestro cuidado, a nuestra protección. Los brazos y manos de la Virgen Madre son como un trono y un altar que nos ofrece al mismo Dios hecho hombre para que lo adoremos, lo glorifiquemos y nos abandonemos a su providencia y voluntad. Es lo que le debemos a Dios Padre.

  La Virgen María, al ser dada a nosotros como Madre por su Hijo Jesucristo, también es Madre de la Iglesia. Ella es Madre de todos los que tienen nueva vida por el bautismo. María no se hizo un Dios a su medida. No practicó una fe ni una religión a la carta. María no fue la mujer creyente, Madre de Dios que dijo “Dios sí, Iglesia no”. María es modelo de amor a la Iglesia. Es camino seguro para saber cómo tenemos que vivir en la Iglesia, por la Iglesia y con la Iglesia.  Por eso, ella también es Madre y Maestra de la Iglesia; es Madre y Maestra nuestra. Ella nos arropa con su amor materno y nos protege con su santo manto de los peligros y acechanzas del enemigo de Dios, del diablo. Como Madre nos guía en la oración, nos fortalece con su ternura, nos cuida con su amor de Madre, nos abraza con sus suaves brazos y nos lleva en su regazo. Como Maestra nos enseña la vida de fe y de servicio; nos enseña a ser humildes; a confiar y a obedecer la voluntad de Dios; nos enseña a confiar en la esperanza divina.       María nos enseña que lo importante no es recibir honores y ocupar los primeros puestos, sino amar.

  Podemos afirmar que María fue la mujer creyente en la eucaristía. Así como ella contempló a su Hijo acostado en el pesebre, también lo pudo contemplar en el altar eucarístico. Después de la resurrección, tuvo que aprender a contemplar a su Hijo de una manera diferente, de una manera sacramental. Seguro que ella supo descubrir la presencia de su Hijo de esta manera eucarística en el altar porque estaba unidad a él en cuerpo y alma. Y es que la eucaristía es la presencia trinitaria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por eso, nosotros debemos aprender a vivir la eucaristía sabiendo que tratamos con una persona en particular: el mismo Cristo, nuestro Dios y Señor.

  Esta mujer creyente, Madre, discípula y servidora, es a la que hoy celebramos como nuestra Protectora. Como sus hijos espirituales, le pedimos que no quite su mirada de nuestra nación dominicana que tanto la necesita. Necesita de sus ruegos y oraciones. Necesita dejarse guiar por ella en este camino difícil, cubierto casi todo él por un manto de oscuridad. Esta oscuridad que se manifiesta de muchas y diferentes maneras. Nuestra sociedad dominicana, hoy está arropada por el manto de la violencia. Si algo debíamos de tener bien aprendido ya, es saber que la violencia es incompatible con el seguimiento de aquel que murió en la cruz perdonando a sus asesinos. Pero ¿cómo aprenderlo si cerramos nuestro corazón a Dios? ¿Si ya no escuchamos su voz? Los ídolos del materialismo, de la corrupción, del hedonismo, del egoísmo, de la indiferencia y la superficialidad están dejando su huella profunda en el corazón de gran parte de nuestra sociedad dominicana.

  Nuestra nación parece que muere. Nuestra vida se degrada en el irrespeto, la vulgaridad y la indecencia.  Hay unos grupos en nuestra sociedad que quieren arruinar nuestras vidas. Los hechos de muerte que estamos padeciendo parecen que están produciendo un hondo dolor en nuestra sociedad; nos sume en una angustia terrible y de desesperación; nos provoca un dolor insoportable. Y nos preguntamos: ¿Qué nos puede ayudar a soportar esta situación? Y al mirar a nuestra Madre del cielo, vemos que nos guía hacia la esperanza.

  Otro manto oscuro que arropa a nuestra sociedad dominicana es el de la mentira. Hemos elegido la mentira como camino y hemos rechazado la verdad. La mentira nos esclaviza; la verdad nos libera. La mentira se disfraza de piadosa y bonachona. Pero cuando se descubre, entonces el daño que hace es mucho mayor que el bien que se consiguió con ella. Pues ante este manto oscuro de la mentira, María de la Altagracia nos guía hacia la Verdad que nos hace libres.

  Un tercer manto de oscuridad que viene arropando a nuestra sociedad dominicana es el manto que se cierne sobre las familias. Dios quiso que su Hijo naciera y creciera en una familia, en un hogar. Pero, hoy en día, muchas familias dominicanas han sacado a Dios de su entorno. En muchas familias dominicanas hoy no se enseña a creer en Dios, a vivir el amor a Dios ni al prójimo, no se construye esperanza; no se edifica en la paz ni en la compasión; hay mucha violencia en el interior de muchas familias dominicanas; violencia que se traduce en tragedias de muertes espantosas. En muchas familias dominicanas hay poca solidaridad. Son familias que se vienen edificando sobre arena.

  ¿Y qué decir del manto de las ideologías, sobre todo la ideología de género, que viene avanzando a pasos acelerados y que nuestras autoridades la han venido imponiendo mediante medidas administrativas en el sistema educativo, judicial y cultural? Estamos enfrentando no una guerra armada, sino una guerra que se libra en el terreno de los valores, de la defensa de nuestros valores, de nuestra fe, de nuestras tradiciones. Una guerra cultural que inició hace décadas que no mata físicamente, de momento, pero sus bombas ideológicas destrozan nuestra sociedad. Es una guerra de ideas, y por tanto de formación, de educación. Ya no es una lucha por la familia, por el desarrollo económico, por la salud, la educación, sino por el deseo asesino de acabar con la vida de los más indefensos, desde el vientre materno. Son los Herodes modernos y progres, que ven en este genocidio un bien público y moralmente justificable. Sin dudas que esta guerra es contra los poderes satánicos. Nuestra nación dominicana está siendo arrodillada a los poderes oscuros de organismos internacionales que se han erigido, con sus agendas genocidas, en los todopoderosos al que hay que rendirles adoración, porque se creen que son dioses. Los magos de oriente nos enseñan, con su actitud, ante quién es que debemos arrodillarnos: ante nuestro Dios, Rey y Señor, Jesucristo. Nadie más. Sólo a él le debemos adoración, alabanza y agradecimiento, y a eso hemos venido a esta celebración eucarística. Sólo ante él debemos ser incondicionales. Ellos nos muestran la auténtica piedad. Es triste decirlo, pero, somos una sociedad que vive sin saber lo que nos pasa. Y es que, sólo los que aman la Patria, se la echan al hombro y la defienden.

  En medio de este panorama tétrico y desolador, María de la Altagracia nos guía para que descubramos la voluntad de Dios. Y es que, para saber cuándo una cosa es voluntad de Dios, tenemos dos medios fundamentales para discernirlo: el primero es que nos provoca paz interior y el segundo, que nos impulsa a las buenas obras. Esto es lo que necesita nuestra sociedad dominicana. Y lo logramos en la medida en que obedecemos a Dios. Contemplar a nuestra Madre de la Altagracia es darnos cuenta de que ella nos dice que Dios quiere conquistar nuestro corazón. Por eso nos envió, a través de ella a su Hijo, para sentirnos amados y que empecemos a amarle; para dejar el miedo y fortalecer la alianza de amor divino.

  Me vienen a la mente recordar las palabras de libro de Samuel que, al escuchar la voz del Señor que le llamaba, este le respondió “Habla Señor, que tu siervo escucha”. Escuchar a Dios es obedecerle total y absolutamente. Obedecerle a él es garantía de que no nos equivocamos. Él nos sigue hablando por medio de la Madre de su Hijo y ella nos recuerda que debemos “hacer lo que él nos diga”.

  María de la Altagracia nos protege y nos guía en ese camino que nos libera de este poder del enemigo de Dios, de las ideologías, de la oscuridad y la mentira. Pero, al mismo tiempo nos dice que debemos escuchar a Dios. Con María y como María, la Iglesia se halla llamada a educar a sus hijos en la fe, manteniéndolos firmes ante las asechanzas de la serpiente y de sus aliados en el mundo, porque si nuestra nación se sigue apartando de Dios, caerá presa de los ídolos. Y es que donde está Dios, está la verdad.

 

María de la Altagracia, Protectora nuestra, ruega por nosotros. Amen  

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