miércoles, 23 de septiembre de 2020

Dar razón de nuestra fe (2ª.)

 

“En la exhortación apostólica Ecclesia in America afirmé que es necesario que los fieles pasen de una fe rutinaria, a una fe consciente, vivida personalmente. La renovación de la fe será siempre el mejor camino para conducir a todos a la verdad, que es Cristo” (n. 73). Por eso, es esencial desarrollar en sus Iglesias particulares una nueva apologética para su pueblo, a fin de que comprenda lo que enseña la Iglesia y así pueda dar razón de su esperanza. En un mundo en donde las personas están sometidas a la continua presión cultural e ideológica de los medios de comunicación social y a la actitud agresivamente anticatólica de muchas sectas, es esencial que los católicos conozcan lo que enseña la Iglesia, comprendan esa enseñanza y experimenten su fuerza liberadora. Sin esa comprensión faltará la energía espiritual necesaria para la vida cristiana y para la obra de la evangelización” (san Juan Pablo II: Discurso a los obispos de las Antillas, visita Ad Limina, 7 de mayo de 2002).

 

 ¿Para qué existe la Iglesia? El papa Pablo VI ya lo dijo: “La Iglesia existe para evangelizar”. Esto fue refrendado también por el papa Benedicto XVI, pero añadiéndole un elemento más aclaratorio: “La misión de la Iglesia es la evangelización; no la de gobernar a los pueblos, eso es función de la política y los políticos”. La misión de la Iglesia de Cristo es la de salvar las almas, conducir las almas hacia Dios. Pero para poder lograr esto, debe la Iglesia de ejercer una real y verdadera defensa de la sana doctrina, de exponer las verdades reveladas en el evangelio por Jesucristo; sin prebendas ni adaptarse al mundo y sus instituciones. Debe de hacerlo con claridad para que la verdad revelada en el evangelio pueda ser comprendida por los fieles y personas en general. La Iglesia no es dueña de la verdad revelada, sino más bien portadora de ella; y como tal debe de proponerla a los demás: enseñarles así a todos a cumplir todo cuanto Jesús nos enseñó. Esta verdad revelada por Jesucristo no tenemos que inventarla ni crearla, sino buscarla para encontrarla y llegar así a nuestra plenitud.

Vivimos en lo que el papa Francisco ha calificado como “La cultura del descarte”. El papa san Juan Pablo II ya la había calificado como “La cultura de la muerte”; y el papa Benedicto XVI, la calificó como “La dictadura del relativismo”. Pues en medio de este panorama sombrío es donde la Iglesia de Cristo tiene y debe de seguir proclamando, anunciando, proponiendo la verdad absoluta y universal del evangelio en un mundo asolado por diferentes crisis y profunda incertidumbre sobre la existencia o no de esta verdad. ¿Pero solo debe proponer la verdad con las palabras, las ideas? Pues no. Debe de hacerlo, sobre todo, con la fuerza de su testimonio auténtico. Por esto mismo, el Papa san Pablo VI identificó cuatro cualidades a tener en cuenta para lograr este cometido: claridad, afabilidad, confianza y prudencia.

  Es verdad que hablar de estas cosas no siempre es del todo fácil para que puedan ser entendidas y asimiladas por los oyentes en general, ni si quiera para los mismos católicos. Esto conlleva y exige un constante ejercicio de profundización, para explicar y no solo repetir. Por eso es necesaria esta nueva apologética, adecuada a los tiempos actuales. Una apologética que busque el reflexionar en las formas, pero que proclame sin errores ni cambios el contenido de la verdad revelada; porque la intención es siempre ganar almas para Dios y su Reino. Es una constante lucha espiritual contra las ideologías y criterios de este mundo; se trata de proponer el evangelio de la luz y la salvación en medio de este mundo que proclama, defiende e impone la oscuridad y perdición de las almas; no se trata de proponernos a nosotros mismos como salvadores, sino de reivindicar y promover el único Evangelio de salvación.

  Tiene que ser una apologética que nos interpele en lo más profundo de nuestra fe; una apologética que no se fundamente en un puro sentimentalismo ni espiritualismo sombrío que no fortalece el amor ni compromiso cristiano, y que más bien puede llevarnos a una separación de la verdad de Dios. Debe de ser una apologética que implique grandes exigencias en nuestra vida y prácticas cristianas que nos conduzca a la única verdad que libera, Cristo: “Y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Jn 8,32).

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