“En la exhortación
apostólica Ecclesia in America afirmé que es necesario que los fieles pasen de
una fe rutinaria, a una fe consciente, vivida personalmente. La renovación de
la fe será siempre el mejor camino para conducir a todos a la verdad, que es
Cristo” (n. 73). Por eso, es esencial desarrollar en sus Iglesias particulares
una nueva apologética para su pueblo, a fin de que comprenda lo que enseña la
Iglesia y así pueda dar razón de su esperanza. En un mundo en donde las personas
están sometidas a la continua presión cultural e ideológica de los medios de
comunicación social y a la actitud agresivamente anticatólica de muchas sectas,
es esencial que los católicos conozcan lo que enseña la Iglesia, comprendan esa
enseñanza y experimenten su fuerza liberadora. Sin esa comprensión faltará la
energía espiritual necesaria para la vida cristiana y para la obra de la
evangelización” (san Juan Pablo II: Discurso a los obispos de las Antillas,
visita Ad Limina, 7 de mayo de 2002).
¿Para qué existe la Iglesia? El papa Pablo VI
ya lo dijo: “La Iglesia existe para evangelizar”. Esto fue refrendado también
por el papa Benedicto XVI, pero añadiéndole un elemento más aclaratorio: “La
misión de la Iglesia es la evangelización; no la de gobernar a los pueblos, eso
es función de la política y los políticos”. La misión de la Iglesia de Cristo
es la de salvar las almas, conducir las almas hacia Dios. Pero para poder
lograr esto, debe la Iglesia de ejercer una real y verdadera defensa de la sana
doctrina, de exponer las verdades reveladas en el evangelio por Jesucristo; sin
prebendas ni adaptarse al mundo y sus instituciones. Debe de hacerlo con
claridad para que la verdad revelada en el evangelio pueda ser comprendida por
los fieles y personas en general. La Iglesia no es dueña de la verdad revelada,
sino más bien portadora de ella; y como tal debe de proponerla a los demás:
enseñarles así a todos a cumplir todo cuanto Jesús nos enseñó. Esta verdad
revelada por Jesucristo no tenemos que inventarla ni crearla, sino buscarla
para encontrarla y llegar así a nuestra plenitud.
Vivimos en lo que el papa
Francisco ha calificado como “La cultura del descarte”. El papa san Juan
Pablo II ya la había calificado como “La cultura de la muerte”; y el
papa Benedicto XVI, la calificó como “La dictadura del relativismo”.
Pues en medio de este panorama sombrío es donde la Iglesia de Cristo tiene y
debe de seguir proclamando, anunciando, proponiendo la verdad absoluta y
universal del evangelio en un mundo asolado por diferentes crisis y profunda
incertidumbre sobre la existencia o no de esta verdad. ¿Pero solo debe proponer
la verdad con las palabras, las ideas? Pues no. Debe de hacerlo, sobre todo, con
la fuerza de su testimonio auténtico. Por esto mismo, el Papa san Pablo VI identificó
cuatro cualidades a tener en cuenta para lograr este cometido: claridad,
afabilidad, confianza y prudencia.
Es verdad que hablar de estas cosas no
siempre es del todo fácil para que puedan ser entendidas y asimiladas por los
oyentes en general, ni si quiera para los mismos católicos. Esto conlleva y
exige un constante ejercicio de profundización, para explicar y no solo
repetir. Por eso es necesaria esta nueva apologética, adecuada a los tiempos
actuales. Una apologética que busque el reflexionar en las formas, pero que
proclame sin errores ni cambios el contenido de la verdad revelada; porque la
intención es siempre ganar almas para Dios y su Reino. Es una constante lucha
espiritual contra las ideologías y criterios de este mundo; se trata de proponer
el evangelio de la luz y la salvación en medio de este mundo que proclama,
defiende e impone la oscuridad y perdición de las almas; no se trata de
proponernos a nosotros mismos como salvadores, sino de reivindicar y promover
el único Evangelio de salvación.
Tiene que ser una apologética que nos
interpele en lo más profundo de nuestra fe; una apologética que no se
fundamente en un puro sentimentalismo ni espiritualismo sombrío que no
fortalece el amor ni compromiso cristiano, y que más bien puede llevarnos a una
separación de la verdad de Dios. Debe de ser una apologética que implique
grandes exigencias en nuestra vida y prácticas cristianas que nos conduzca a la
única verdad que libera, Cristo: “Y conocerán la verdad, y la verdad los hará
libres” (Jn 8,32).
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