“Sino glorifiquen a Cristo Señor en sus corazones,
siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que le pida razón de su esperanza;
pero con mansedumbre y respeto...” (1Pe 3,15-16).
La apologética, - del original griego
apologetikós; y derivado al latín apologeticus -, es la parte de la
teología que busca explicar lo que creemos y hacemos como católicos y, así mismo,
expone los errores para proteger la integridad de la fe.
Desde los primeros tiempos del cristianismo o,
mejor dicho, desde tiempos del mismo Jesucristo; siempre han existido y
proclamado en la Iglesia errores doctrinales, y esto provocó o llevó a los
responsables de las comunidades a asumir lo que sería la defensa de la fe y las
buenas costumbres que se fundamentan en Jesucristo y su evangelio. Hay que
recordar que fue el mismo Señor Jesucristo quien dio autoridad a los cabezas, -
Los Doce y en ellos, a sus sucesores -, de su Iglesia de atar y desatar, y también
le entregó al apóstol Pedro las llaves del Reino: esta es una imagen
precisamente de autoridad. La apologética fue y se convirtió en una necesidad,
ya que ni en tiempos de los apóstoles dejaron de aparecer o existir quienes se empecinaran
en tergiversar y confundir a los otros haciendo una falsa y manipulada
interpretación de la nueva y sana doctrina. Es responsabilidad de la Iglesia de
conducir y mantener por el camino correcto a los fieles y discípulos de Cristo,
guiándolos en el conocimiento y aceptación del evangelio, de la buena noticia
de la salvación; así se lo expresó Cristo al apóstol Pedro: “He rogado por
ti para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos
en la fe” (Lc 22,32). La Iglesia debe de conducir a los cristianos a la
maduración y plenitud de la fe.
La Iglesia de Cristo ha tenido que enfrentar
en todo su caminar las herejías, las apostasías y los cismas. Personas que
hacen juicios erróneos de la inteligencia sobre verdades de fe definidas como
tales, juicio erróneo sostenido de forma voluntaria y pertinaz en contra de la
autoridad de Dios depositada en los apóstoles y sus sucesores. La Iglesia,
durante su caminar de siglos ha tenido que enfrentar innumerables situaciones
de divisiones, rupturas dentro y fuera de ella. Bien se ha dicho que los peores
enemigos de la Iglesia han salido de ella misma; por eso el mismo apóstol san
Pablo se pronunció sobre éstos: “Les exhorto, hermanos, por el nombre del
mismo Señor Jesucristo, a que todos tengan un mismo lenguaje y a que no haya
divisiones entre ustedes, a que vivan unidos en un mismo pensar y en un mismo
sentir” (1Cor 1,10). Nuestro Señor Jesucristo siempre pidió al Padre por la
unidad de su familia, de los suyos, de sus seguidores y discípulos: “Que
todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en ti, que así ellos estén en
nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17,21). Pero
esta unidad querida, deseada y pedida por Jesús, siempre se ha visto amenazada
por las actitudes de muchos de los que se dicen seguidores del Maestro. Con
razón el mismo Señor Jesucristo prometió que nunca permitiría que su Iglesia,
su familia espiritual, sería derrotada por ningún poder; que la mantendría en
pie con su presencia divina por medio del Espíritu Santo. Además, el signo de
la unidad de los discípulos de Cristo sería testimonio para el mundo de la presencia
y existencia de Dios. Esta es una de las verdades proclamada por la Iglesia Católica
en el Credo: “Creo en la Iglesia que es UNA…” Podemos decir que esta unidad
de la Iglesia es, al mismo tiempo, un don y una tarea: don, regalo de Dios y
tarea de nosotros los cristianos. Tenemos el compromiso de llegar a la unidad
en el seno de la única Iglesia. Pero solos jamás podremos lograrlo; necesitamos
la ayuda, fortaleza y gracia de Dios. El evangelista san Juan llama a estos
propulsores de la división en la Iglesia, nada más que anticristos: “Hijitos,
es la ultima hora. Han oído que tiene que venir el anticristo: pues bien, ya
han aparecido muchos anticristos. Por eso sabemos que es la última hora. Salieron
de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Porque si hubieran sido de los
nuestros, habrían permanecido con nosotros” (1Jn 2,18-19).
La división en la iglesia, sobre todo con la
mal llamada Reforma Protestante, ha provocado en la misma una herida que parece
ser que no tendrá sanación y es hasta irreconciliable con la Iglesia fundada
por Cristo. Entre ellos mismos se vienen produciendo divisiones que están fuera
de su control. No nos ha de extrañar que estas actitudes también estén muy
enraizadas en muchos fieles católicos que, aun profesando la fe apostólica,
católica y romana, rechazan los dogmas de la fe católica. Entonces, ¿cuál es
fin de estas divisiones, pleitos y herejías? Pues el de herir y destruir la
iglesia de Cristo; construir una iglesia a nuestra imagen y semejanza; adaptada
a nuestras necesidades. Pero cuidado: esas iglesias no salvan. Pero resulta
que, al mismo tiempo, estas situaciones han llevado a la misma Iglesia a
reforzar y ahondar la doctrina evangélica y explicar las verdades de la fe.
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