jueves, 3 de septiembre de 2020

Dar razón de nuestra fe

 

“Sino glorifiquen a Cristo Señor en sus corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que le pida razón de su esperanza; pero con mansedumbre y respeto...” (1Pe 3,15-16).

  La apologética, - del original griego apologetikós; y derivado al latín apologeticus -, es la parte de la teología que busca explicar lo que creemos y hacemos como católicos y, así mismo, expone los errores para proteger la integridad de la fe.

  Desde los primeros tiempos del cristianismo o, mejor dicho, desde tiempos del mismo Jesucristo; siempre han existido y proclamado en la Iglesia errores doctrinales, y esto provocó o llevó a los responsables de las comunidades a asumir lo que sería la defensa de la fe y las buenas costumbres que se fundamentan en Jesucristo y su evangelio. Hay que recordar que fue el mismo Señor Jesucristo quien dio autoridad a los cabezas, - Los Doce y en ellos, a sus sucesores -, de su Iglesia de atar y desatar, y también le entregó al apóstol Pedro las llaves del Reino: esta es una imagen precisamente de autoridad. La apologética fue y se convirtió en una necesidad, ya que ni en tiempos de los apóstoles dejaron de aparecer o existir quienes se empecinaran en tergiversar y confundir a los otros haciendo una falsa y manipulada interpretación de la nueva y sana doctrina. Es responsabilidad de la Iglesia de conducir y mantener por el camino correcto a los fieles y discípulos de Cristo, guiándolos en el conocimiento y aceptación del evangelio, de la buena noticia de la salvación; así se lo expresó Cristo al apóstol Pedro: “He rogado por ti para que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos en la fe” (Lc 22,32). La Iglesia debe de conducir a los cristianos a la maduración y plenitud de la fe.

  La Iglesia de Cristo ha tenido que enfrentar en todo su caminar las herejías, las apostasías y los cismas. Personas que hacen juicios erróneos de la inteligencia sobre verdades de fe definidas como tales, juicio erróneo sostenido de forma voluntaria y pertinaz en contra de la autoridad de Dios depositada en los apóstoles y sus sucesores. La Iglesia, durante su caminar de siglos ha tenido que enfrentar innumerables situaciones de divisiones, rupturas dentro y fuera de ella. Bien se ha dicho que los peores enemigos de la Iglesia han salido de ella misma; por eso el mismo apóstol san Pablo se pronunció sobre éstos: “Les exhorto, hermanos, por el nombre del mismo Señor Jesucristo, a que todos tengan un mismo lenguaje y a que no haya divisiones entre ustedes, a que vivan unidos en un mismo pensar y en un mismo sentir” (1Cor 1,10). Nuestro Señor Jesucristo siempre pidió al Padre por la unidad de su familia, de los suyos, de sus seguidores y discípulos: “Que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17,21). Pero esta unidad querida, deseada y pedida por Jesús, siempre se ha visto amenazada por las actitudes de muchos de los que se dicen seguidores del Maestro. Con razón el mismo Señor Jesucristo prometió que nunca permitiría que su Iglesia, su familia espiritual, sería derrotada por ningún poder; que la mantendría en pie con su presencia divina por medio del Espíritu Santo. Además, el signo de la unidad de los discípulos de Cristo sería testimonio para el mundo de la presencia y existencia de Dios. Esta es una de las verdades proclamada por la Iglesia Católica en el Credo: “Creo en la Iglesia que es UNA…” Podemos decir que esta unidad de la Iglesia es, al mismo tiempo, un don y una tarea: don, regalo de Dios y tarea de nosotros los cristianos. Tenemos el compromiso de llegar a la unidad en el seno de la única Iglesia. Pero solos jamás podremos lograrlo; necesitamos la ayuda, fortaleza y gracia de Dios. El evangelista san Juan llama a estos propulsores de la división en la Iglesia, nada más que anticristos: “Hijitos, es la ultima hora. Han oído que tiene que venir el anticristo: pues bien, ya han aparecido muchos anticristos. Por eso sabemos que es la última hora. Salieron de entre nosotros, pero no eran de los nuestros. Porque si hubieran sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros” (1Jn 2,18-19).

  La división en la iglesia, sobre todo con la mal llamada Reforma Protestante, ha provocado en la misma una herida que parece ser que no tendrá sanación y es hasta irreconciliable con la Iglesia fundada por Cristo. Entre ellos mismos se vienen produciendo divisiones que están fuera de su control. No nos ha de extrañar que estas actitudes también estén muy enraizadas en muchos fieles católicos que, aun profesando la fe apostólica, católica y romana, rechazan los dogmas de la fe católica. Entonces, ¿cuál es fin de estas divisiones, pleitos y herejías? Pues el de herir y destruir la iglesia de Cristo; construir una iglesia a nuestra imagen y semejanza; adaptada a nuestras necesidades. Pero cuidado: esas iglesias no salvan. Pero resulta que, al mismo tiempo, estas situaciones han llevado a la misma Iglesia a reforzar y ahondar la doctrina evangélica y explicar las verdades de la fe.  

 

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