En el evangelio de san Juan, leemos en el capítulo
1,29, las palabras que pone el evangelista en boca de Juan Bautista: “Este es
el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. La imagen del cordero no era
ajena a los judíos. La conocían muy bien y sabían de qué se trataba. Ya en el
Antiguo Testamento, en el libro del Éxodo 12,21-28, se nos narra el episodio
donde el Señor instruye a Moisés para que las familias de Israel inmolen un
cordero y unten con la sangre los dinteles de sus casas, porque el ángel del
Señor pasará en la noche a herir a los primogénitos de Egipto, pero cuando vea
la sangre en el dintel, pasará de largo y no hará daño.
Pues los judíos tenían conocimiento de la
imagen del cordero y sabían muy bien lo que significaba. Pero, la novedad que
trae el Nuevo Testamento es que, estos no se imaginaban que ahora, con lo
señalado por el Bautista, el cordero tomaría forma humana, en la persona de Jesús.
Ya el mismo Jesús, en el camino de su predicación, se irá encargando de ir
desvelando esta imagen. Pues este es el nuevo y definitivo cordero que quitará,
borrará y limpiará a la humanidad de su pecado con su sacrificio en la cruz al
derramar su sangre como pago por nuestros pecados: “Nos compró con el precio de
su sangre”, nos dirá san Pablo.
Fijémonos que el Bautista dice que “quita el
pecado”; no dice “los pecados”. La palabra pecado es el concepto general. Pero
¿qué es el pecado? Dicho de una manera llana: el pecado es toda aquella acción
nuestra que ofende a Dios. Es decir, toda acción que cometamos en contra de los
mandamientos de Dios. Y es que la humanidad está herida de pecado o herida por
el pecado. Es decir, la humanidad sigue cometiendo pecado. Y Dios Padre, que
quiere que nosotros nos salvemos, por eso nos envió al médico con la medicina
para sanar esa herida: el médico es Cristo y la medicina es su Gracia. Pero,
lamentablemente, muchos se han negado a recibir tanto al médico como la
medicina que nos trajo. Han preferido mejor seguir heridos de muerte,
cometiendo pecado, y el desenlace de este es la muerte eterna. Ya lo dijo el
mismo Señor al advertirnos que “al que debemos tener miedo es a aquel que después
de dar muerte, tiene potestad para arrojar al infierno”, es decir, debemos
temer al pecado.
El pecado es muerte. Jesús se nos presentó
como el médico que vino a sanarnos de esta enfermedad: “No son los sanos los
que necesitan al médico, sino los enfermos” (Mt 9,12). La medicina que nos
trajo es su Gracia, que se nos da por medio del don del Espíritu Santo, que
recibimos en nuestro bautismo. Por medio de este, somos purificados y
santificados. Pero no todos han dejado obrar en su corazón esta acción
santificadora y salvadora. Es como ya lo dijo el mismo evangelista san Juan, al
principio de su evangelio: “Prefirieron mejor seguir viviendo en las tinieblas
y rechazaron la luz”. Es el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, el que nos
hará tener una vida nueva más justa y santa. Es el Espíritu el que nos da la
vida, la verdadera vida de la gracia.
El evangelista san Juan continúa diciéndonos
que, después de haber señalado a Jesús como el cordero de Dios, dos de sus
discípulos lo dejaron para seguirlo. El bautista no los detuvo; más bien los
dejó libres para que tomaran su decisión. El Bautista comienza así a disminuir,
a salir de la escena, para dar paso al que había de venir, al esperado, al
redentor, al Mesías. Estos discípulos del Bautista siguen a Jesús, vieron dónde
vivía y les cautivó su persona y su mensaje que decidieron, a partir de ese momento,
quedarse con él. Pero no quisieron quedarse con ese descubrimiento para ellos
solos, sino que lo comunicaron llenos de gozo a los demás: Andrés va al
encuentro de su hermano Simón y le dice lo que han encontrado: al Mesías. Estas
palabras no se las inventó Andrés, sino que fueron inspiración del mismo
Espíritu Santo que ya empezaba a morar en ellos por comunicación del mismo Jesús.
Así, vemos cómo empieza a desarrollarse el proceso de los seguidores de Jesús:
pasan de ser discípulos para convertirse en sus apóstoles.
Ya el mismo san Juan, en su primera carta,
nos advertirá que somos hijos de Dios, y no del diablo. El diablo lo que busca
es la muerte y sus hijos por igual. Nosotros somos hijos de Dios y debemos
actuar como tales, es decir, buscar, promover, defender y proteger la vida.
Así tiene que suceder en nosotros. Ya hemos
sido revestidos por el don de la gracia del Espíritu Santo desde nuestro bautismo.
En nosotros se realiza el proceso de purificación y santificación querido por
Dios Padre a través de su Hijo Jesucristo. Debemos dejar que este médico nos
sane con su gracia santificante de la enfermedad del pecado, para que así
podamos seguirlo como discípulos suyos y convertirnos en sus apóstoles: que
podamos comunicar con gozo, entusiasmo y fuerza la buena noticia de salvación que
es el mismo Jesucristo y su evangelio.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario