martes, 12 de marzo de 2024

Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo

 

  En el evangelio de san Juan, leemos en el capítulo 1,29, las palabras que pone el evangelista en boca de Juan Bautista: “Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. La imagen del cordero no era ajena a los judíos. La conocían muy bien y sabían de qué se trataba. Ya en el Antiguo Testamento, en el libro del Éxodo 12,21-28, se nos narra el episodio donde el Señor instruye a Moisés para que las familias de Israel inmolen un cordero y unten con la sangre los dinteles de sus casas, porque el ángel del Señor pasará en la noche a herir a los primogénitos de Egipto, pero cuando vea la sangre en el dintel, pasará de largo y no hará daño.

  Pues los judíos tenían conocimiento de la imagen del cordero y sabían muy bien lo que significaba. Pero, la novedad que trae el Nuevo Testamento es que, estos no se imaginaban que ahora, con lo señalado por el Bautista, el cordero tomaría forma humana, en la persona de Jesús. Ya el mismo Jesús, en el camino de su predicación, se irá encargando de ir desvelando esta imagen. Pues este es el nuevo y definitivo cordero que quitará, borrará y limpiará a la humanidad de su pecado con su sacrificio en la cruz al derramar su sangre como pago por nuestros pecados: “Nos compró con el precio de su sangre”, nos dirá san Pablo.

  Fijémonos que el Bautista dice que “quita el pecado”; no dice “los pecados”. La palabra pecado es el concepto general. Pero ¿qué es el pecado? Dicho de una manera llana: el pecado es toda aquella acción nuestra que ofende a Dios. Es decir, toda acción que cometamos en contra de los mandamientos de Dios. Y es que la humanidad está herida de pecado o herida por el pecado. Es decir, la humanidad sigue cometiendo pecado. Y Dios Padre, que quiere que nosotros nos salvemos, por eso nos envió al médico con la medicina para sanar esa herida: el médico es Cristo y la medicina es su Gracia. Pero, lamentablemente, muchos se han negado a recibir tanto al médico como la medicina que nos trajo. Han preferido mejor seguir heridos de muerte, cometiendo pecado, y el desenlace de este es la muerte eterna. Ya lo dijo el mismo Señor al advertirnos que “al que debemos tener miedo es a aquel que después de dar muerte, tiene potestad para arrojar al infierno”, es decir, debemos temer al pecado.

  El pecado es muerte. Jesús se nos presentó como el médico que vino a sanarnos de esta enfermedad: “No son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos” (Mt 9,12). La medicina que nos trajo es su Gracia, que se nos da por medio del don del Espíritu Santo, que recibimos en nuestro bautismo. Por medio de este, somos purificados y santificados. Pero no todos han dejado obrar en su corazón esta acción santificadora y salvadora. Es como ya lo dijo el mismo evangelista san Juan, al principio de su evangelio: “Prefirieron mejor seguir viviendo en las tinieblas y rechazaron la luz”. Es el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, el que nos hará tener una vida nueva más justa y santa. Es el Espíritu el que nos da la vida, la verdadera vida de la gracia.

  El evangelista san Juan continúa diciéndonos que, después de haber señalado a Jesús como el cordero de Dios, dos de sus discípulos lo dejaron para seguirlo. El bautista no los detuvo; más bien los dejó libres para que tomaran su decisión. El Bautista comienza así a disminuir, a salir de la escena, para dar paso al que había de venir, al esperado, al redentor, al Mesías. Estos discípulos del Bautista siguen a Jesús, vieron dónde vivía y les cautivó su persona y su mensaje que decidieron, a partir de ese momento, quedarse con él. Pero no quisieron quedarse con ese descubrimiento para ellos solos, sino que lo comunicaron llenos de gozo a los demás: Andrés va al encuentro de su hermano Simón y le dice lo que han encontrado: al Mesías. Estas palabras no se las inventó Andrés, sino que fueron inspiración del mismo Espíritu Santo que ya empezaba a morar en ellos por comunicación del mismo Jesús. Así, vemos cómo empieza a desarrollarse el proceso de los seguidores de Jesús: pasan de ser discípulos para convertirse en sus apóstoles.

  Ya el mismo san Juan, en su primera carta, nos advertirá que somos hijos de Dios, y no del diablo. El diablo lo que busca es la muerte y sus hijos por igual. Nosotros somos hijos de Dios y debemos actuar como tales, es decir, buscar, promover, defender y proteger la vida.

  Así tiene que suceder en nosotros. Ya hemos sido revestidos por el don de la gracia del Espíritu Santo desde nuestro bautismo. En nosotros se realiza el proceso de purificación y santificación querido por Dios Padre a través de su Hijo Jesucristo. Debemos dejar que este médico nos sane con su gracia santificante de la enfermedad del pecado, para que así podamos seguirlo como discípulos suyos y convertirnos en sus apóstoles: que podamos comunicar con gozo, entusiasmo y fuerza la buena noticia de salvación que es el mismo Jesucristo y su evangelio.

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