jueves, 14 de marzo de 2024

Una humanidad que muere (y 3)

 

Por Pbro. Robert A. Brisman P.

  Con esta afrenta, a esta sociedad moderna se le ha olvidado que el hombre fue creado con el fin de alabar a Dios, honrarlo y servirle según la voluntad divina, y así salvar su alma. El filósofo español Rafael Gambra, escribió: "Una sociedad en que el Dios verdadero no tiene derechos es una sociedad destinada a perecer a manos de sus ídolos". Y esta sociedad moderna y progre, con este afán de legalizar la muerte, ha caído en manos del dios Moloc. Por esto C.S. Lewis dijo: "Quién se rinde sin reservas a las demandas temporales de una nación, de un partido o de una clase está dándole al César aquello que, por encima de cualquier otra cosa, pertenece categóricamente a Dios: uno mismo”. 

  Nos viene bien recordar aquí las palabras del papa Benedicto XVI, con respecto a los principios no negociables: "La protección de la vida en todas sus fases, desde el primer momento de su concepción hasta su muerte natural; reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como una unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa ante los intentos de hacer que sea jurídicamente equivalente a formas radicalmente diferentes de unión que en realidad la dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y sus papel social insustituible; la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos. Estos principios no son verdades de fe, aunque queden iluminados y confirmados por fe; están inscritos en la naturaleza humana, y por lo tanto son comunes a toda la humanidad. La acción de la Iglesia en su promoción no es por lo tanto de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, independientemente de su afiliación religiosa. Por el contrario, esta acción es aún más necesaria en la medida en que estos principios son negados o malentendidos, pues de este modo se comete una ofensa a la verdad de la persona humana, una grave herida provocada a la justicia misma".

  No hay dudas de que por el camino que va la humanidad, lo que está demostrando es su odio a la vida, y, por lo tanto, es odio al amor; porque el amor genera vida y la vida se fundamenta en la verdad. El papa Pablo VI, en la encíclica Humanae Vitae, señaló a los gobiernos: “Decimos a los gobernantes, que son los primeros responsables del bien común y que tanto pueden hacer para salvaguardar las costumbres morales: no permitan que se degrade la moralidad de sus pueblos; no acepten que se introduzcan legalmente en la célula fundamental, que es la familia, prácticas contrarias a la ley natural y divina. Es otro el camino por el cual los poderes públicos pueden y deben contribuir a la solución del problema demográfico: el de una cuidadosa política familiar y de una sabia educación de los pueblos, que respete la ley moral y la libertad de los ciudadanos”.

    Esta deriva asesina por la cual avanza y se hunde la humanidad, no es más que una señal inequívoca del poder espiritual del mal, es decir, del diablo. Es un combate, una ofensa y una oposición radical al mismo Dios. Y ante esta afrenta, como Iglesia de Cristo, debemos seguir dando la batalla de defender, promover y proteger la vida, sobre todo del más indefenso, el niño por nacer. Como Iglesia, somos el último escudo frente a esta nueva ética mundial de genocidio que está arropando al mundo.

  Termino este artículo, citando nuevamente al cardenal Carlo Caffarra: “La concepción de una persona es un acontecimiento grandioso. Es el resultado de un acto creador de Dios y del acto de la unión conyugal. Dios ha querido al hombre desde el principio. Y lo quiere en cada concepción. Ninguno de nosotros viene al mundo por azar o necesidad. Su ser es debido a un acto creador de Dios. Cada uno de nosotros puede decir: yo estoy porque Dios me ha querido. Ninguna persona puede ser sólo utilizada ni instrumentalizada”.

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