Quiero iniciar este artículo citando
unas palabras de la madre santa Teresa de Calcuta: “Ni siquiera Dios puede
hacer nada por quien no le deja sitio. Hay que vaciarse completamente de uno
mismo para dejarle entrar y hacer lo que quiera”. Estas palabras de esta
santa parafrasean las palabras de Jesús en el Apocalipsis: “Mira que estoy a
la puerta tocando. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré en él y cenaré
con él, y él conmigo” (3,20).
Sabemos que este tiempo de adviento y navidad
será una experiencia de vida diferente a lo que estamos acostumbrados, y esto
debido al tema del virus y sus consecuencias, tanto para la salud física como para
la salud espiritual. Cuando miramos nuestra vida y nuestro entorno, la realidad
del mundo en que vivimos, nos encontramos con situaciones nada motivantes y de
desesperanza. La vida personal con sus problemas de salud, trabajo, problemas
familiares, discordias, desengaños con los amigos, traiciones, proyectos
frustrados y tronchados; el hambre, las injusticias, los poderosos que quieren
dominar el mundo, las leyes injustas que imponen los poderosos a los más
débiles, etc. ¿Dónde está o cómo encontrar esperanza? De hecho, este ha sido un
año que ha tenido varias calificaciones, casi todas negativas. Un gran
porcentaje de personas están anhelantes y deseosos de que ya termine para así
dar la bienvenida al nuevo año y, como se dice popularmente, iniciar con el pie
derecho. Pero al mismo tiempo se cierne una gran perspectiva e interrogante
sobre cómo llegará el próximo año. Y parece ser que los augurios no son del
todo halagüeños. Pero tenemos que esperar a que llegue para caminar y ya
veremos qué situaciones tendremos que enfrentar. Así entonces, lo que debemos de pensar,
reflexionar y meditar como creyentes en Dios es: ¿Cómo queremos vivir este
tiempo del adviento y la navidad? ¿Qué oportunidades tenemos, vemos o
descubrimos en este tiempo litúrgico que nos motiven a vivir con fe, con esperanza,
con amor y vida, un nuevo encuentro con nuestro señor Jesucristo?
El papa Benedicto XVI, en la encíclica “Dios
es amor”, dijo: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da
un nuevo horizonte a la vida, y con ello, una orientación decisiva”. ¿Qué
es lo decisivo para nuestra fe? Pues el encuentro con Cristo. La oración
colecta de la misa del primer domingo de adviento dice: “Dios todopoderoso,
aviva en tus fieles, al comenzar el adviento, el deseo de salir al encuentro
con Cristo, acompañados por las buenas obras”. Y esas buenas obras son los
dones y talentos que el Señor nos ha dado para que los pongamos a producir en
el trabajo de la evangelización. Este tiempo de adviento nos tiene que servir
para lograr este objetivo ya que hemos sido invitados a celebrar el misterio de
la Encarnación, siendo al mismo tiempo, ocasión de reencuentro con Cristo a
través de su Palabra y la atención a los acontecimientos que son leídos con
ojos de fe (los signos de los tiempos).
El adviento es tiempo de preparación y
esperanza; el avivamiento de la esperanza cristiana en las promesas del Señor,
que se nutre del encuentro con el acontecimiento de la Palabra que es
proclamada. Fijémonos cual es la pregunta que estoy planteando: no estoy
planteando el “¿qué?”, sino el “¿cómo?” Hay quienes ya están afirmando que, si
no se toman las medidas necesarias para ayudar a detener los contagios y las hospitalizaciones
por el virus, tendremos unas navidades muy tristes. Pero yo pregunto: ¿La
alegría, el gozo que nos da el poder celebrar nuestra preparación a la navidad,
depende de esos factores? ¿No depende de la gracia de Dios? Entonces, ¿dónde
quedan las palabras del Señor Jesús “Les daré un gozo y una alegría que
nadie se las podrá quitar”? ¿De qué estamos haciendo depender nuestra paz,
nuestra felicidad, nuestra alegría, nuestra esperanza, nuestro amor, si fue el
mismo señor Jesucristo que nos dijo: “Les doy la paz no como la da el
mundo…?” ¿Y cómo es esta paz, gozo, alegría que nos da el Señor? Pues son un
don, un regalo. Pero, si lo doy es porque lo tengo, ya que nadie da lo que no
tiene. ¿Qué queremos regalarnos en este adviento y en esta navidad? ¿Y qué
queremos, por lo tanto, regalarle a los demás? ¿Solo cosas materiales? O más
bien, ¿amor, vida, esperanza, alegría, gozo? Recordemos que el Señor nos dijo: “Si
ustedes, que son malos saben dar cosas buenas a sus hijos; ¿cuánto más dará su
Padre celestial el Espíritu Santo a quienes se lo pidan?” (Lc 11,13). Y es
que para el evangelista san Lucas, todos los bienes espirituales se resumen en
uno, en el gran don de Dios para nosotros: el Espíritu Santo.
Claro que los regalos son bonitos, cada uno
de ellos cuenta, tiene su valor. Pero recordemos que el sentido profundo del
adviento y, sobre todo el de la navidad es, como nos lo dice san Lucas en su
evangelio: “Dios nos ha visitado, nos ha redimido y nos ha dado la salvación”.
Este es el verdadero regalo al cual nos preparamos en este adviento y celebrarlo
en la próxima navidad. Es el señor, el salvador, el Hijo de Dios, que es la luz
que nos ilumina y guía en nuestro caminar, que propicia nuestra alegría, que
nos perdona, que se solidariza con nosotros y nos colma de su amor en medio de
las tinieblas, de las angustias, de las tristezas, de las ansiedades, de los desánimos,
de las frustraciones, del miedo, de la derrota.
Al esforzarnos para poner en práctica todo lo
anterior, llegaremos así entonces a la fiesta de la navidad, que se caracteriza
por la renovación del encuentro con Dios, hecho hombre, como una celebración
litúrgica o ceremonias de encuentros. Esta fiesta de la navidad nos dispone interiormente
a una renovación que nos prepara para celebrar este gran misterio. Por eso, el
adviento es una preparación interior que nos pone de frente a nuestros pecados
y debilidades, como pueden ser, por ejemplo: la concupiscencia de la carne: que
no hay que entenderla solamente como la tendencia desordenada de los sentidos
en general, sino como también a la comodidad, a la falta de vibración, que
empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más
corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios; la concupiscencia de los
ojos: es una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede
tocar. Los ojos del alma se embotan. La razón se cree autosuficiente para
entender todo, prescindiendo de Dios; y el orgullo de la vida… y así ser dignos
de la misericordia divina y pasar al banquete del Señor.
Toda la existencia del hombre es una
constante preparación para ver al Señor, que cada vez está más cerca. Por eso
la Iglesia, en adviento nos ayuda a pedir de una manera especial: Señor,
enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas, haz que camine con lealtad;
enséñame porque tú eres mi Dios y Salvador.
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