viernes, 4 de diciembre de 2020

El virus: la excusa perfecta

 

  En el libro del profeta Jeremías leemos: “He desamparado mi casa, he desechado mi heredad; he entregado el objeto de mi amor en manos de sus enemigos… Muchos pastores han destruido mi viña; han pisoteado mi heredad; han convertido mi deliciosa posesión en desierto desolado” (12, 7.10).

  Hay un dicho popular que reza así: “Desde que se inventaron las excusas, nadie queda mal”. Pues parafraseando este dicho popular con la situación actual que estamos viviendo con el tema del virus, tenemos que decir: “Con la excusa del virus, lo estamos justificando todo”. Y es que con este asunto del virus del covid19, desde que hizo su aparición al inicio de este año y ya a principios del mes de marzo, cuando los gobiernos a una sola señal de salida tomaron la decisión, - por recomendación del ese gran ministerio mundial de la salud llamado OMS -, de confinar a la población de sus países con medidas restrictivas, - algunas de ellas draconianas -, como el toque de queda, el uso de mascarillas, el distanciamiento social, el cierre de casi todo el aparato productivo nacional, las restricciones en el transporte público, y otras más; no podemos negar que todo esto ha contribuido para que la vida cotidiana fuera y quedara de manera alterada casi en su totalidad. Todo lo que se ha venido haciendo y aplicando, según los mismos organismos oficiales, es para proteger la salud pública. Pero hay que preguntarnos si en verdad ha sido así, porque lo cierto es que otras enfermedades se han disparado y de eso casi no se habla. Parece ser más bien que las medidas han ido más en un sentido político y no en una real y verdadera función de cuidado de la salud pública. Es verdad que las autoridades han tenido que improvisar muchas veces porque este virus apareció de repente; por otro lado, la población en general tampoco ha asumido una actitud de conciencia profunda ante esta realidad, y lo que hemos tenido que ir aprendiendo y poniendo en práctica son las medidas, consejos y cuidados que, con el paso del tiempo se nos han ido transmitiendo. Ya sabemos de los efectos que estas medidas vienen provocando en nuestra sociedad y muchos de sus efectos psicológicos que han y están provocando en gran parte de la población a nivel general. Pero lo que yo quiero enfocarme en esta ocasión es en lo que tiene que ver con los efectos negativos que estas medidas preventivas están ocasionando en lo referente a la práctica religiosa de nuestros fieles y cómo están algunas diócesis de otros países enfrentando las mismas.

  Quiero empezar mencionado el caso de Bélgica. El gobierno de este país, tras emitir un decreto ministerial en noviembre pasado, ha ordenado el cierre de los templos hasta el día 15 de enero del 2021; esto implica que las fiestas litúrgicas de la navidad los fieles las tendrán que celebrar desde sus casas. Se aduce que es como medida preventiva debido al rebrote del virus que se está presentando en ese país. Por su parte, los obispos han entrado en un diálogo con las autoridades civiles para lograr un cambio en estas medidas. Un segundo ejemplo lo tenemos en Francia que, en el mes de noviembre, el gobierno ya había ordenado también el cierre de los templos y el Consejo de Estado francés ordenó al presidente Enmanuel Macrón eliminar las restricciones desproporcionadas al culto público que sólo permitían un máximo de 30 personas por celebración sin importar el tamaño del templo ya que esta medida violaba el derecho a la libertad de culto. Un tercer ejemplo lo tenemos en el estado de Nueva York, donde el gobernador demócrata Andrew Cuomo ordenó el cierre de todos los templos y lugares de culto. Pero vino una sentencia de la Corte Suprema de la Nación donde le ordenó al gobernador reabrir sin restricciones estos lugares ya que, según la jueza Barret, estas restricciones violaban la cláusula de libre ejercicio de la Primera Enmienda porque esas medidas trataban con más dureza a las iglesias que las instalaciones seculares comparables. Un cuarto caso lo tenemos en la Arquidiócesis de Toronto-Canadá. Aquí el gobierno dejó a las autoridades eclesiásticas decidir la afluencia de los fieles poniendo en práctica los protocolos establecidos para contrarrestar el virus. Lo que llama la atención en este caso es que ha sido el mismo obispo de la Arquidiócesis, Thomas Collins, que ha mandado a cerrar los templos o en su defecto sólo admitir un máximo de diez personas en las celebraciones incluidos los sacerdotes; se manda que los sacerdotes celebren una misa privada todos los días por intención del pueblo. Este obispo advirtió a sus sacerdotes que los suspendería si no cumplen con los protocolos de prevención, así como cerrar los templos; incluyen no dar la sagrada comunión en la lengua, distribuir la comunión en la misa a seis pies de distancia, con mascarillas y poner la hostia consagrada de manera vertical en el copón y otras medidas más. En una ocasión, este obispo interpeló a un sacerdote con palabras nada adecuadas de un pastor, que debe de ser como un padre para con su hijo sacerdote. Es decir, ya tuvimos el impedimento de celebrar la Pascua de Resurrección y ahora también se está impidiendo celebrar la liturgia de la Navidad, no por orden del gobierno civil, sino por mandato del obispo, y con la excusa de evitar posibles contagios del virus donde se sabe que no hay evidencia de que el culto católico sea causa de dichos contagios.

  ¿A dónde voy al mencionar estos ejemplos tristes que están viviendo muchos de nuestros hermanos en la práctica de su fe? Pues que lo más triste de esto es que muchas de estas restricciones no las están aplicando tanto los gobiernos civiles, como sí la misma autoridad eclesiástica. Bajo la excusa o sombrilla del cuidado de los fieles para que no se contagien, asumen una actitud, muchos de ellos, como de querer congraciarse con los poderes políticos en desmedro de la práctica religiosa de los fieles, de los hijos de Dios. Es lo contrario a lo que nos dice el Señor en su palabra por medio del apóstol Pedro: “Hay que obedecer primero a Dios antes que a los hombres”. Pero estos pastores hacen lo contrario. Parece que buscan agradar y los aplausos de los demás y no agradar a Dios. Para estos pastores parece que se trata de quedar bien con el mundo y no con Dios. Parece que se les ha olvidado que se trata de anunciar el evangelio de Cristo. El cardenal Carlo María Martini, en su libro Las Tinieblas y La luz, nos dice sobre el comportamiento de los sacerdotes del tiempo de Jesús: “Se comportan como personas incapaces de interrogar, que ni siquiera quieren indagar a fondo y han decidido ya la condena, pero se esfuerzan por salvar las apariencias y observar las reglas legales, en especial las relativas a su pureza. Son creyentes, quieren ser practicantes rigurosos, pero en realidad no poseen una percepción auténtica del misterio de Dios, representan la cerrazón a la verdad y la religiosidad hipócrita”. ¿Cuántas veces somos también los pastores hipócritas? Deben de retumbar en nuestros oídos y en nuestro corazón aquellas palabras del Señor cuando preguntó a Pedro: “Pedro, ¿me amas?” Y su respuesta fue: “Señor, tú lo sabes todo. Tú Sabes que te amo”. ¿Somos nosotros, los pastores, capaces de responder con las mismas palabras del apóstol? ¿En verdad le amamos?

  No permitamos que nos impidan que celebremos nuestra fe en Cristo. Nuestros templos, gracias a Dios, no han sido foco de contagios del virus porque se ha estado llevando a cabo con diligencia la aplicación de los protocolos. Somos conscientes de la existencia del virus, pero esto tampoco nos debe de llevar a que nos impidan la práctica de nuestra fe, que no nos cierren nuestros templos mientras otros lugares y espacios públicos si están abiertos. Demos gracias a Dios porque en nuestro país no estamos viviendo esas restricciones e imposiciones que rayan en lo dictatorial y de persecución religiosa; aunque hay sacerdotes que se han acomodado a la virtualidad y hay otros que ni quieren asistir sacramentalmente a los fieles, con la excusa de prevenir contagios del virus. Así que no debemos descuidarnos para que no nos veamos en una situación parecida y no tengamos que aplicarnos el conocido refrán que dice “nadie sabe lo que tiene, hasta que lo pierde”.

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