Por Pbro. Robert A. Brisman P.
En el texto citado arriba de la Comisión
Pontificia de Justicia y Paz, nos damos cuenta de que se mantiene el llamado a
actuar con compasión y caridad hacia estos grupos de personas que, por su
condición de irregularidad son vulnerables. Vela la Iglesia por la dignidad
humana y el bien común, sin ningún atisbo de xenofobia. La Iglesia hace un
llamado a la prudencia, de manera que no se ponga en peligro la identidad, los
valores y la cultura del país receptor, así como la dignidad de las personas
que llegan. La Iglesia orienta el accionar en esta materia poniendo en práctica
y combinando la justicia, la prudencia y la caridad.
El tema de la migración es una realidad que
está golpeando en la cara a la soberanía de los Estados. Europa que, hasta hace
unos años atrás, se dedicó a incitar y recibir sin más a los inmigrantes, con
sus políticas de puertas abiertas, se han dado cuenta de que eso no les
funcionó. Lo mismo ocurrió con Canadá; y los Estados Unidos de América, con la
pasada administración demócrata y su política de brazos abiertos a los
inmigrantes, los han llevado a echar para atrás esas políticas buenistas de
recibir migrantes sin control ni depuración. La ideología del multiculturalismo
no funciona, es un fraude.
En nuestro caso particular, la República
Dominicana, - lo hemos dicho en ocasiones anteriores -, tiene un grave problema
con la migración ilegal masiva, sobre todo desde Haití. Esta crisis, de seguir
a ese ritmo, puede llegar a convertirse en una grave crisis demográfica que
socaban la identidad, la cultura, el aparato económico, social y político
nacional. Tenemos un grave problema con la disminución de la natalidad de las
mujeres dominicanas, en contraste con el alto porcentaje de nacimientos de
mujeres haitianas en nuestros hospitales, con el agravante de que esos hijos de
madres haitianas ilegales se quedan a residir de manera ilegal en nuestro país.
No se diga de las costumbres y creencias que caracterizan esa población. Las autoridades dominicanas deben enfocarse
en establecer y aplicar las leyes migratorias como una forma de controlar el
tipo y cantidad de migrantes que necesita, según los intereses nacionales. Aquí
hay una gran cantidad de extranjeros de diferentes países no regularizados que
viven de manera tranquila y realizando actividades lucrativas sin ningún
problema.
La inmigración no se puede eliminar. Es
imposible. De hecho, tiene un elemento de necesidad, pero dentro de unos
límites. Se puede y hay que controlarla. Y esto es lo que vienen haciendo y
tienen que hacer los Estados. Estableciendo leyes que consideren según su
realidad y necesidades, la inmigración no es mala per se; el problema es la
inmigración ilegal, descontrolada y masiva de extranjeros que quieren entrar a
la fuerza en otros países. Eso es violencia, y como tal, pues los gobiernos
tienen el derecho y el deber de repelerla. Hay migrantes que, a pesar de su
situación de irregularidad, contribuyen y aportan al bienestar del país de
acogida y se integran. La realidad migratoria de un país no se puede medir ni
comparar con la de otro país. Las leyes migratorias de un país no pueden ser
aplicadas como la norma para otros países. No es el país el que tiene que
adaptarse a los migrantes. Es al revés.
Otra cosa que, - como creyentes -, debemos
tener mucho cuidado es de no abusar o caer en la mala costumbre de querer
justificar la inmigración citando textos bíblicos sacados de contexto. Es una
burda manipulación utilizar la Palabra de Dios para justificar y valorar la
inmigración. No se trata de caer en una acogida indiscriminada de inmigrantes.
En la inmigración masiva e ilegal existe una gran mafia de tráfico de personas,
trata de blancas, tráfico sexual y de pornografía infantil, que incluyen a las
mismas autoridades, empresarios, ongs, bandas criminales y gente común.
Concluyo esta reflexión citando las palabras
del P. Gabriel Calvo Zarraute, en su libro “De la crisis de la fe a la
descomposición de España”: “La obediencia a los pastores es ciertamente digna
de elogio cuando manda algo legítimo. Ahora bien, la obediencia deja de ser una
virtud y, de hecho, se convierte en servilismo cuando es un fin en sí mismo y
contradice el fin al que está ordenada, que es la vivencia plena de la fe y de
la moral”.
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