El evangelista san Marcos narra que todos los hombres
huyeron cuando a Jesús lo crucificaron. Sin embargo, habían también unas mujeres
mirando desde lejos, entre ellas María Magdalena, María la madre de Santiago el
menor y de José, y Salomé, que le seguían y le servían cuando estaba en
Galilea, y otras mujeres que habían subido con él a Jerusalén (Mc 15,40ss).
Siempre hemos escuchado decir que un buen lector es aquel
que sabe leer entre líneas; o dicho de otra manera, nosotros debemos a prender
a leer entre líneas. Eso es lo que yo he pretendido al escribir esta reflexión
sobre una situación que muchos, -quizá la mayoría-, pasamos desapercibidos
cuando leemos el evangelio, principalmente el pasaje de la crucifixión de Jesús.
Y es precisamente lo referente a las actitudes de las mujeres que le
acompañaban, sobre todo en ese momento tan crucial de su vida que fue su crucifixión.
Me refiero al “silencio” de estas mujeres. Este silencio
para nosotros debe ser edificante porque con ello estas mujeres nos dan
lecciones de vida y de fe. Cuando leemos el evangelio nos damos cuenta las
actitudes que asumió Jesús con respecto a la mujer. De hecho, una de las
grandes novedades que asumió Jesús en su vida pública y anuncio del Reino de
Dios, - y fue uno de los grandes escándalos también para sus contemporáneos-, fue
el de ir integrando a la mujer al círculo de sus discípulos. Los mismos
evangelistas nos van presentando el papel de éstas a lo largo de sus escritos. El monje benedictino alemán, Anselm Grün nos
dice que “en el círculo de los discípulos de Jesús las mujeres tenían los
mismos derechos”. Fijémonos que en la cita bíblica de más arriba, el
evangelista Marcos nos dice que estas mujeres “seguían” a Jesús igual que los
demás discípulos varones. Es decir, que para Marcos las mujeres eran discípulas
al igual que los varones discípulos. Un dato interesante que nos narran los
evangelistas es que nos dicen que fueron estas mujeres las que estuvieron junto
a Jesús al pie de la cruz; y de los discípulos solo uno estaba allí, Juan.
El evangelista Lucas, narra que Jesús no solo iba acompañado
por los discípulos, sino también por algunas mujeres de las cuales había sacado
o liberado de varios espíritus inmundos y enfermedades (Lc 8,2). Jesús
practicaba con estas mujeres una relación muy personal. Su actitud fue la de
restablecerles su dignidad personal; hacerlas sentir importantes, devolverles
su dignidad de hijas de Dios. Esto las fue llevando a ser personas agradecidas
y a devolverle a Jesús algo o mucho de lo que él les había dado: por eso “le
servían” con sus capacidades que Dios les había dado, y oraban por todo el
grupo. Ellas no solo servían a la mesa, sino que servían a la vida, daban la
vida a Jesús y a sus discípulos. Jesús no tenía prejuicios hacia las mujeres.
Dejaba que se acercaran, lo tocaran, le hablaran. Jesús toma en serio su
hospitalidad y su papel como discípulas. Jesús enseñó su doctrina no solo a los
discípulos sino también a las discípulas.
Así llegamos al momento de la cruz de Jesús. ¿Qué nos
dice a cada uno de nosotros el silencio que estas mujeres guardaron en ese
momento crucial de la vida de Jesús? ¿Qué enseñanzas podemos extraer de este
silencio femenino que sirva de alimento a nuestra vida espiritual? Este
silencio femenino no es ausencia, sino más bien presencia. El evangelio habla
con respecto a la virgen María que “ella meditaba y guardaba todas estas cosas
en su corazón”; pero creo que también se podría aplicar lo mismo para las demás
mujeres que acompañaban a Jesús. El silencio de estas mujeres es un silencio
profundo, meditativo, valiente, de fortaleza, de contemplación, de intimidad
espiritual de la discípula con su maestro. En definitiva, es la parte mejor que
ella supieron escoger; es un silencio bendito. Y es lo que ellas nos enseñan a
los demás, sobre todo a los hombres: nos enseñan a callar antes que hablar.
Muchas veces la lengua de los hombres esta pronta al insulto y a la violencia;
estas mujeres con su silencio nos muestran que nuestra lengua debe de estar al
servicio de la alabanza y contemplación del único Dios Todopoderoso.
En la Resurrección vemos cómo Jesús premia a las mujeres haciéndolas
las primeras testigos de este acontecimiento de fe. Mientras los hombres, -los
discípulos-, permanecían escondidos, fueron unas mujeres las que se envalentonan
y van corriendo muy de madrugada al sepulcro donde habían puesto el cuerpo de Jesús.
Pero no solo les regala este privilegio, sino que las convierte así en las
primeras apóstoles de la Resurrección; y su primera misión fue la de anunciar a
los demás discípulos lo que habían visto.
A todos, -hombres y mujeres-, nos enseñan estas mujeres
silenciosas del evangelio lo que debemos hacer en ciertos momentos de nuestra
vida, de nuestro caminar. Debemos aprender de ellas a hablar menos y callar más.
Es el silencio que nos conduce a cada uno a encontrarnos en lo más profundo de
nuestro interior con Cristo. Es el silencio que nos conduce también a
convertirnos en apóstol de los apóstoles comunicando la buena nueva del
evangelio, la buena noticia de la esperanza cristiana en un mundo y sociedad
desesperanzados. Es el silencio que nos conduce a fortalecer y profundizar más y
más nuestra amistad con Cristo; es el silencio que nos conduce a encontrarnos
con el Dios de la vida y de la verdad, aquella verdad que nos hará hombres y
mujeres realmente libres.
Bendiciones.
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