Por P. Robert A. Brisman P.
Albert Einstein dijo: “La sociedad avanza
al ritmo de nuestros pensamientos, por lo que, si quieres cambiar la sociedad,
debes cambiar tu forma de pensar”.
Las sociedades se rigen por un conjunto de
normas y leyes que están creadas para ayudar a sus ciudadanos a guiarlos y
ayudarles en su convivencia, manteniendo el orden social, proteger los derechos
y establecer deberes. Estas normas y leyes no son obstáculos; son más bien una
especie de rieles por los cuales debe circular toda sociedad si quiere avanzar en
su consolidación. Cuando los ciudadanos violan estas leyes, pues se cae en el
desorden y esto altera la convivencia social y comunitaria. Hay quienes dicen o
afirman que las sociedades no deberían regirse por leyes y normas. Proclaman
una especie de anarquismo: sin normas, sin jerarquía, sin autoridad, sin
gobierno. Soy de los que piensa que el que aspira a vivir de esta manera,
tendrá que irse a otro planeta a ver si le es posible y de seguro que donde
quiera que vaya, será difícil aplicarlo. Somos seres humanos, imperfectos y limitados,
y el problema no es el lugar donde vivamos o estemos.
Nuestra sociedad dominicana, como parte de
este conglomerado de sociedades del mundo, pues también tiene sus normas y
leyes que rigen nuestra convivencia. El dominicano parece que es un ser
complicado de entender y complacer. Nuestra sociedad se caracteriza por muchas
cosas que la hacen para unos, especial y, para otros insoportable.
Se ha dicho de nuestra sociedad que, si
pusiéramos en práctica todas las leyes que nos rigen, fuéramos una sociedad
organizada, ordenada, disciplinada; que no necesitaríamos crear ni inventar más
leyes, sino cumplir las que ya tenemos. De hecho, nuestra sociedad tiene leyes
que ni si quiera conocemos; otros han dicho que aquí hay leyes para todo.
Bueno, pues parece ser que, ciertamente, el problema nuestro es la no
aplicación de nuestras leyes. Nuestras autoridades, presentes y pasadas, nos
acostumbraron al desorden, al chanceo, al macuteo, al dejar pasar, al
amiguismo, al enllave; nos dieron soga para hacer lo que queramos y cuando nos
quieren apretar esa soga, entonces nos quejamos, aun sabiendo que es lo
correcto y justo.
En muchos de los casos somos hasta lo que se
ha calificado como una “Sociedad del espectáculo”. Para el dominicano,
la sociedad parece que es un espectáculo. Se dice que el dominicano todo se lo
goza; los problemas los baila, los bebe, los vuelve chistes…, una comedia.
Somos una sociedad que exige unas autoridades que cumplan y hagan cumplir las
leyes, pero que al mismo tiempo nos den un chance. Le exigimos a los demás lo
que nosotros comúnmente no estamos dispuestos a dar: que sean buenos
ciudadanos, disciplinados, obedientes, ordenados, cumplidores de la ley, que
paguen los impuestos. Pero a mi no. Nos cuesta practicar la cortesía y la
amabilidad; no nos gusta hacer fila y esperar nuestro turno y entonces
aplicamos el llamado “tigueraje” metiéndonos adelante del que está en fila; nos
quejamos del peligro que es cruzar algunas avenidas por el tránsito, exigimos
que construyan un puente peatonal y cuando lo construyen, no lo usamos porque
es fatigoso, cansado y pérdida de tiempo subir y bajar los escalones.
Andamos constantemente acechando a la
autoridad para encontrar la oportunidad de violar las normas. Pero cuando
hacemos esto en un país desarrollado donde se cumplen las leyes, la pagamos
cara. Cuando algún funcionario o ministro se propone hacer cumplir las leyes,
vienen las críticas por todos los medios y se oponen a ello, aduciendo que eso
es abusivo, fuera de lugar y afecta la economía; que se quiere presentar como
una persona preocupada por la sociedad. Es la aplicación del dicho popular “palo
si boga y palo si no boga”. Vivimos en una actitud de inconformidad
constante. Parece que nos acostumbramos a la queja ¡Qué difícil es la sociedad
dominicana!
Por otro lado, se señala del dominicano que desde
que pisa el aeropuerto se transforma. Es decir, se vuelve una persona
cumplidora de las leyes, y más cuando llega a un país desarrollado donde esto
es así. Estando en esos países anda por la línea o, - como se dice
popularmente, anda pianito -, y sabe que si las viola, pues pagará las
consecuencias y no puede regatear. No puede aplicar soborno porque eso también
es un delito. Pero cuando ese ciudadano dominicano regresa al país, parece que
se pone la camisa del desorden al salir del aeropuerto. La expresión común es
“llegué a la jungla”. Siempre esperamos y exigimos que sean los otros los que
den el primer paso para que las cosas cambien, pero no queremos empezar
nosotros mismos a cambiar. El orden entra por casa primero. Queremos que el
orden, la disciplina y la obediencia nos caigan del cielo. Y no funciona así.
Hay otros países latinoamericanos que, a
pesar de su subdesarrollo, son más incisivos en la aplicación de sus leyes que
nuestro país. Tenemos, por ejemplo, que algunos países latinoamericanos han
sometido a la justicia a sus gobernantes por cometer actos de corrupción. Pero
aquí en nuestra sociedad dominicana, no pasa nada con los corruptos. Todo lo
contario, la justica dominicana parece estar de su parte. Ya lo dijo san Agustín:
“Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten, sino en
bandas de ladrones?”
Nuestra sociedad dominicana es compleja, no
hay dudas. Yo siempre he aspirado a que, antes de irme de este mundo, poder ver
y vivir con una generación de ciudadanos dominicanos, - incluyendo por supuesto
sus autoridades -, que se preocupen y se enfoquen en ser ciudadanos rectos y cumplidores
de nuestras leyes y que las apliquen sin miramientos, sin privilegios y sin
distinción. Que no hagan de la excepción su norma de vida.
La sociedad dominicana es una vaina, difícil
de entender y complacer. Pero no podemos tirar la toalla. Y tenemos que seguir
haciendo lo posible por cambiar nuestra forma de pensar y esto no se logra de
la noche a la mañana. Es un camino arduo y constante de buena educación que
forme nuestra mente y conciencia. Dijo Aristóteles que “los hombres no han
establecido la sociedad solamente para vivir, sino para ser felices”. Pero
esta felicidad hay que construirla, edificarla, y la base de ella es la
familia, que es el lugar donde las personas aprenden por primera vez los
valores que le guían toda su vida (san Juan Pablo II).