Si no para
todos, pero si para muchos de nosotros, puede parecernos extraño o algo fuera
de tiempo este tema que nos narra el evangelista Marcos en estos versículos que
acabamos de escuchar. Quizá este comportamiento que se daba en tiempos de Jesús
lo consideramos propio de los endemoniados; y que a nosotros nos parecerán más
bien comportamientos de personas enfermas.
Pero aun así,
no podemos nosotros ser ingenuos y cerrar los ojos para no darnos cuenta ni
aceptar la presencia del mal en el mundo y entre nosotros. Las llamadas
“tentaciones” no son sino manifestaciones de ese espíritu del mal que nos
inclina a hacer lo que no debemos y nos frena cuando queremos hacer el bien,
como lo diría el apóstol san Pablo: “el mal que no quiero hacer es el que hago,
y el bien que quiero hacer es el que no hago”. No caben dudas de que en nuestro
interior hay una constante y permanente lucha entre estas dos tendencias: las
tendencias del espíritu contra las tendencias de la carne; el espíritu siempre
dispuesto, pero la carne no, porque es débil.
¿Quién de
nosotros puede decir o presumir que nunca ha experimentado el mal en su
interior y de ahí manifestarlo hacia su exterior? Cuando nos retorcemos de rabia y de indignación ante
alguna situación que no nos gusta; nos retorcemos de ira y de rencor cuando nos
ofenden, nos humillan, nos desprecian; nos retorcemos de envida cuando no nos
valoran ni nos tienen en cuenta como nosotros quisiéramos; nos retorcemos de
celos y de orgullo cuando no somos el centro de atención y los protagonistas de
todo. ¿De cuantas cosas más nos retorcemos interiormente porque el maligno está
presente en nuestras vidas? Y es que el mal nos acompaña como si fuera nuestra
propia sombra. Cada uno sabe lo que pasa en su interior, aunque no lo diga o le
cueste reconocerlo, y cuánto esfuerzo cuesta vencer la tentación.
A todo esto y
según lo que hemos escuchado en este pasaje del evangelio de Marcos, nos
encontramos que Jesús habla y actúa con autoridad. Y esta autoridad la manifiesta y usa Jesús para
hacer el bien; porque sólo quiere lo bueno para nosotros. Cuando con humildad
nos ponemos ante Él, cuando acudimos al sacramento del perdón, también Jesús
nos libra de todo mal y de todo pecado; cura las heridas de nuestro corazón;
cura lo que nos hace estar espiritualmente enfermos, -como diría el escritor e
historiador ruso Alexander Solzhenitsyn: “sin vida espiritual el hombre está
mutilado; tan mutilado que ni siquiera es humano”.
En el diccionario etimológico encontramos que
la palabra autoridad viene del latín auctoritas, que derivó de auctor, cuya
raíz es augere, que significa hacer crecer, hacer progresar. Desde el punto de
vista etimológico, autoridad es una cualidad creadora de ser, así como de
progreso. Pero también en latín las palabras ducet et docet hacen referencia a
conducir y enseñar. Así entonces, tenemos que la persona que ejerce autoridad
es aquella que es creadora o forjadora del ser propio y del ser del otro; que
nos ayuda a crecer. Pero, también en base a las palabras latinas antes
mencionadas, podemos decir que la persona que ejerce autoridad es aquella que
sabe conducirse en la vida y a la vez
enseña a los demás a conducirse en la vida.
Desde el punto de vista de la fe, podemos afirmar
que estas virtudes estaban bien claras y definidas en la persona de Jesús:
Jesús fue llamado por los demás como el Maestro; que enseñaba con una sabiduría
diferente a la de los escribas y fariseos. Jesús también se conducía con
autoridad y esto era muy bien percibido por sus oyentes; sabía muy bien ejercer
esta virtud con todos, principalmente con sus discípulos. Una cosa es ejercer
la autoridad y otra es ejercer el autoritarismo: la primera, como ya lo hemos
visto, es positiva y ayuda al buen conducirse de la persona; mientras que la
segunda es entendida como el ejercicio abusivo de la autoridad, y puede derivar
en despotismo, dictadura y absolutismo.
Todo esto nos lleva a preguntarnos: ¿por qué hoy en día la humanidad
esta tan falta de autoridad? o, como dicen otros, se percibe un gran vacío de
autoridad en la humanidad, en sus instituciones. Se puede decir que esta falta
de autoridad se ha institucionalizado, es estructural; y esto, como es lógico,
está contribuyendo al deterioro de la convivencia familiar, social y cultural.
Hoy
en día, la debilidad institucional que atravesamos en nuestro país empieza sin
duda por la primera de las instituciones humana y fundamental de toda sociedad:
la familia. En ella descansa la fortaleza y estabilidad de todo el organismo
social porque en ella se forjan hombres y mujeres, elementos activos que
componen, al integrarse, las otras instituciones. Parece ser que en nuestros
días, los padres tienen miedo a ejercer la autoridad, que es su deber y
responsabilidad. Hay padres que tienen o manifiestan miedo a corregir sus hijos
de sus errores; que, en el colmo, hasta parece que les piden permiso a sus
hijos para hacer o decir las cosas, -cuantas veces no hemos escuchado a muchos
padres decir “a estos muchachos de hoy no se les puede decir nada”. Uno de los
grandes errores en muchos hogares es que hoy todo lo dialogan, y no todo se
dialoga; la aplicación de las normas se regatea y los padres, muchas veces,
ceden ante el chantaje de los hijos. No
se trata de vivir en el hogar como si fuera un lugar militar, pero tampoco como
si fuera un parlamento. Un error de muchos padres es pensar que sus hijos no
pasen las dificultades que ellos pasaron en su niñez o que no tengan las
precariedades que ellos tuvieron. Pero, ¿es este pensamiento correcto? Claro
que no. A los hijos no se les puede dar
todo, aunque se pueda darlo; más bien hay que enseñarles a esforzarse en la
vida, hay que enseñarles el valor de las virtudes, como la benignidad, por la que se
trata y juzga a los demás y a sus actuaciones con delicadeza; la indulgencia
ante lo defectos y errores de los demás; la educación y la urbanidad
en las palabras y modales; la cordialidad; la gratitud; la humildad;
el sacrificio,
el trabajo,
el respeto,
para mirar a los demás descubriendo lo que valen; la responsabilidad. Como se
dice popularmente: hay que enseñarles a rascarse con sus propias uñas; o, hay
que enseñarles a pescar y no siempre darles el pescado. A los hijos no se les
puede llenar de derechos, y no recordarles sus deberes. Hay que educarlos
enseñándoles quién tiene la autoridad en el hogar, y la autoridad es monopolio
de los padres. Los padres cristianos deben de pedirle a Dios que les ilumine
para que sepan ejercerla con amor y de acuerdo a su voluntad; el mejor ejemplo
lo tienen en el mismo Jesús que practicó la autoridad con amor y servicio.
Y en cuanto al ejercicio de la autoridad en
la sociedad, ¿qué pasa? Pues que vemos cómo la autoridad está desacreditada en
ella. Hoy tenemos una sociedad, en extremo, desafiante a la autoridad; en gran
parte consecuencia de que la misma Institución ha caído en la violación de la
misma ley que ella está llamada a cumplir y hacer cumplir. Tenemos una
Institución que negocia y hasta le regatean y se deja chantajear en la
aplicación de la ley. Las leyes se negocian, se discuten, se aprueban o se
rechazan en el Congreso; pero una vez aprobadas y promulgadas, se tienen que
aplicar: “la ley es dura, pero es la ley”. Hoy en día se está exigiendo el
“imperio de la ley”. Debemos y tenemos que ser una sociedad que no transija con
la aplicación de la ley; que sea cierto de que todos somos iguales ante la ley.
Que la ley no sea utilizada para proteger a los poderosos y fastidiar a los
pequeños. Y es que cuando una sociedad esta manga por hombro, no queda más que
el desorden y caos. No se trata de exigir a los demás que cumplan la ley que yo
no estoy dispuesto a cumplir (ahí tenemos el ejemplo de los “padres de
familia”). Es muy característico de nosotros que, cuando vamos a un país en
donde sí se cumplen las leyes nos adaptamos inmediatamente a ello, pero no
queremos hacerlo en nuestro país. Seguimos fomentando el desorden, la anarquía,
el caos, porque hay quienes se benefician del desorden; queremos ser una
sociedad ordenada, pero sin esfuerzo ni sacrificio. La autoridad tiene que
devolverle a la Institución el monopolio de la misma, pero ella tiene que dar
ejemplo de su fiel cumplimiento al resto de la sociedad, porque el ejemplo
entra por casa.
Ante este
panorama al cual hemos hecho referencia, el pasado día 26 celebramos un
aniversario más del nacimiento de
nuestro prócer de la Patria Juan
Pablo Duarte y Diez. Él inicio el proceso de nuestra independencia y
liberación, pero hemos de reconocer que éste aún no ha terminado. Falta lo que
cada uno de nosotros debe hacer para que ese proceso, que prácticamente no termina
nunca, porque nada humano es perfecto, sea completado por las próximas
generaciones. Y es que toda liberación plena en lo político, en lo social, en
lo económico o en lo espiritual es ciertamente un proceso que se desarrolla, se
cumple en lo interno o en lo externo de una determinada sociedad, y también en
lo interno o espiritual de cada ser humano. Hay otras esclavitudes en el cuerpo
y en el alma como son la ignorancia, la miseria, el temor, el vicio y desde
luego el pecado. Nuevamente cito a Alexander Solzhenitsyn: “una sociedad
entregada a la idolatría del progreso social y tecnológico, entregada a la consecución
de una felicidad de orden inferior, -esto es, carente de un sentido
moral-, camina sin remisión hacia el
desaliento... y es que hemos puesto demasiada esperanza en las reformas
políticas y sociales y solo para darnos cuenta de que hemos sido privados de
nuestra posesión más valiosa: nuestra
vida espiritual”.
Para Duarte,
el compromiso con la Patria fue un deber. Pasar de la libertad a la
responsabilidad supone aceptación y puesta en práctica de valores básicos como
son la verdad, el amor, el respeto mutuo, el trabajo, la honradez, la caridad,
la solidaridad, la fraternidad, el desinterés, la valentía, la constancia y
otros valores que por tanto se han de inculcar desde muy temprano a nuestra
juventud.
Precisamente,
gran parte de las tragedias que actualmente estamos viviendo como sociedad, es
consecuencia del tipo de ciudadanos que estamos formando, tanto en el hogar
como en las instituciones educativas. Desde hace años se eliminó del sistema
educativo nacional la educación moral y cívica. Queremos ciudadanos rectos,
justos, responsables, solidarios, trabajadores… pero sin moral: que hacen de la
mentira su ley de vida; del odio su razón de ser; del irrespeto su
cotidianidad; de la vagancia su costumbre. Una carencia hacia el amor y respeto
a los valores y principios que han fundamentado por tantos años nuestra nación.
Si en nuestra sociedad, el ejercicio de la autoridad, se realiza fuera de los límites
del orden moral, no será raro que se pretenda ignorar o pasar por alto los
derechos individuales y se tomen decisiones con miras egoístas al margen del
bien común. Y es que las acciones moralmente erróneas, aunque puedan parecer
útiles al principio, aunque reporten beneficios inmediatos, acaban
arrastrándonos inexorablemente a la ruina.
El filósofo y
teólogo danés Soren Kierkegaard escribió que “Lutero f ue el hombre más plebeyo
que jamás haya existido; pues, sacando al Papa de su trono, puso en su lugar a
la opinión pública”. Hoy, nuestra sociedad, se está adentrando en una especie
de laicismo que acusa a la Iglesia de
inmiscuirse en la política, aduciendo aquella sentencia evangélica que suelen
enarbolar quienes leen el evangelio a su conveniencia: “dar al César lo que es
del César, y a Dios lo que es de Dios”. Pero, ¿qué es lo propio del César? Las cosas
temporales, las realidades terrenas; pero no, desde luego, los principios de
orden moral que surgen de la misma naturaleza humana, no los fundamentos éticos
del orden moral. Este nuevo laicismo, tan celoso de expandir las libertades de
sus súbditos, niega en cambio a la Iglesia la libertad de enjuiciar la
moralidad de sus actuaciones temporales, pues sabe que tal juicio incorpora una
radical subversión de esta ilusión óptica, de este engaño sobre el que se
asienta este laicismo trasnochado. Anhela una Iglesia farisaica y corrompida
que renuncie a restituir al hombre su verdadera naturaleza y acate el misterio
de la iniquidad, que es la adoración del hombre; anhela, en fin, una iglesia
puesta de rodillas ante el César.
Como diría
Dostoievski: “las sociedades sanas se dedican a fortalecer los frenos morales
que mantienen a todos los demonios encadenados; mientras que las sociedades
enfermas desatan a los demonios para después escandalizarse cuando empiezan a
hacer fechorías”.
Hoy hay
muchos traidores a los más nobles ideales del que fuera el ideólogo de nuestra
independencia; traidores a la Patria en la que nacieron y se han desarrollado.
Duarte veía con atenta y gran preocupación estas actitudes. Su concepto de
fidelidad era altamente moral, puesto que la vivía y no solo se concretaba a enseñarla.
La traición no merece consideración ni indulgencia ni recompensa. Decía en su
ideario: “se prohíbe recompensar al delator y al traidor, por más que agrade la
traición y aun cuando haya justos motivos para agradecer la delación”. Los “vende
patria” son los mismos, ayer y siempre. La única diferencia parece ser la
elegancia de las formas, muy bien encubiertas en la estrategia de salón. Entre
una gran traición y muchas relativamente pequeñas traiciones, el resultado es
el mismo: la Patria se puede perder. Aquí recuerdo, y debiéramos hacer nuestras
las palabras del Papa Francisco, cuando aún era arzobispo de Buenos Aires:
“tenemos que echarnos la Patria al hombro”. Pero si nosotros, como hijos que
somos de esta tierra tan hermosa, como dijo el poeta, apartamos a Dios de
nuestro camino como nación y de nuestras vidas, queriendo eliminarlo hasta por
decreto, tendremos que decir con el salmista: “si Dios no construye la casa, en
vano se cansan los albañiles. Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan
los centinelas”.
Termino afirmando: creo y pienso que ha de
hacerse valer la fuerza de la ley, descartando, por irracional, la ley de la fuerza.
Hablando, por necesidad, en términos claros, en toda sociedad civilizada se
necesita un gobierno con fuerza, no un gobierno de fuerza. No con la fuerza del
garrote, o del fusil, sino con la fuerza moral que lo identifique como primer
responsable del bien común. La ley que nunca falla, la ley de Dios, es el mejor
apoyo para la ley civil cuando establece para todos por igual la ley del amor
sin dejar a un lado la justicia.
Siendo
consciente de esto, pues actuemos en consecuencia. No seamos cobardes ni
acomodaticios ni irresponsables. Tenemos un deber, una responsabilidad y un
compromiso que asumir, ante Dios y la Patria, ya que por esto, también se nos
pedirá cuenta.