martes, 30 de enero de 2018

Homilía IV domingo tiempo ordinario


Si no para todos, pero si para muchos de nosotros, puede parecernos extraño o algo fuera de tiempo este tema que nos narra el evangelista Marcos en estos versículos que acabamos de escuchar. Quizá este comportamiento que se daba en tiempos de Jesús lo consideramos propio de los endemoniados; y que a nosotros nos parecerán más bien comportamientos de personas enfermas.

Pero aun así, no podemos nosotros ser ingenuos y cerrar los ojos para no darnos cuenta ni aceptar la presencia del mal en el mundo y entre nosotros. Las llamadas “tentaciones” no son sino manifestaciones de ese espíritu del mal que nos inclina a hacer lo que no debemos y nos frena cuando queremos hacer el bien, como lo diría el apóstol san Pablo: “el mal que no quiero hacer es el que hago, y el bien que quiero hacer es el que no hago”. No caben dudas de que en nuestro interior hay una constante y permanente lucha entre estas dos tendencias: las tendencias del espíritu contra las tendencias de la carne; el espíritu siempre dispuesto, pero la carne no, porque es débil.

¿Quién de nosotros puede decir o presumir que nunca ha experimentado el mal en su interior y de ahí manifestarlo hacia su exterior? Cuando  nos retorcemos de rabia y de indignación ante alguna situación que no nos gusta; nos retorcemos de ira y de rencor cuando nos ofenden, nos humillan, nos desprecian; nos retorcemos de envida cuando no nos valoran ni nos tienen en cuenta como nosotros quisiéramos; nos retorcemos de celos y de orgullo cuando no somos el centro de atención y los protagonistas de todo. ¿De cuantas cosas más nos retorcemos interiormente porque el maligno está presente en nuestras vidas? Y es que el mal nos acompaña como si fuera nuestra propia sombra. Cada uno sabe lo que pasa en su interior, aunque no lo diga o le cueste reconocerlo, y cuánto esfuerzo cuesta vencer la tentación.

A todo esto y según lo que hemos escuchado en este pasaje del evangelio de Marcos, nos encontramos que Jesús habla y actúa con autoridad. Y  esta autoridad la manifiesta y usa Jesús para hacer el bien; porque sólo quiere lo bueno para nosotros. Cuando con humildad nos ponemos ante Él, cuando acudimos al sacramento del perdón, también Jesús nos libra de todo mal y de todo pecado; cura las heridas de nuestro corazón; cura lo que nos hace estar espiritualmente enfermos, -como diría el escritor e historiador ruso Alexander Solzhenitsyn: “sin vida espiritual el hombre está mutilado; tan mutilado que ni siquiera es humano”.

 En el diccionario etimológico encontramos que la palabra autoridad viene del latín auctoritas, que derivó de auctor, cuya raíz es augere, que significa hacer crecer, hacer progresar. Desde el punto de vista etimológico, autoridad es una cualidad creadora de ser, así como de progreso. Pero también en latín las palabras ducet et docet hacen referencia a conducir y enseñar. Así entonces, tenemos que la persona que ejerce autoridad es aquella que es creadora o forjadora del ser propio y del ser del otro; que nos ayuda a crecer. Pero, también en base a las palabras latinas antes mencionadas, podemos decir que la persona que ejerce autoridad es aquella que sabe  conducirse en la vida y a la vez enseña a los demás a conducirse en la vida.

  Desde el punto de vista de la fe, podemos afirmar que estas virtudes estaban bien claras y definidas en la persona de Jesús: Jesús fue llamado por los demás como el Maestro; que enseñaba con una sabiduría diferente a la de los escribas y fariseos. Jesús también se conducía con autoridad y esto era muy bien percibido por sus oyentes; sabía muy bien ejercer esta virtud con todos, principalmente con sus discípulos. Una cosa es ejercer la autoridad y otra es ejercer el autoritarismo: la primera, como ya lo hemos visto, es positiva y ayuda al buen conducirse de la persona; mientras que la segunda es entendida como el ejercicio abusivo de la autoridad, y puede derivar en despotismo, dictadura y absolutismo.  Todo esto nos lleva a preguntarnos: ¿por qué hoy en día la humanidad esta tan falta de autoridad? o, como dicen otros, se percibe un gran vacío de autoridad en la humanidad, en sus instituciones. Se puede decir que esta falta de autoridad se ha institucionalizado, es estructural; y esto, como es lógico, está contribuyendo al deterioro de la convivencia familiar, social y cultural.

Hoy en día, la debilidad institucional que atravesamos en nuestro país empieza sin duda por la primera de las instituciones humana y fundamental de toda sociedad: la familia. En ella descansa la fortaleza y estabilidad de todo el organismo social porque en ella se forjan hombres y mujeres, elementos activos que componen, al integrarse, las otras instituciones. Parece ser que en nuestros días, los padres tienen miedo a ejercer la autoridad, que es su deber y responsabilidad. Hay padres que tienen o manifiestan miedo a corregir sus hijos de sus errores; que, en el colmo, hasta parece que les piden permiso a sus hijos para hacer o decir las cosas, -cuantas veces no hemos escuchado a muchos padres decir “a estos muchachos de hoy no se les puede decir nada”. Uno de los grandes errores en muchos hogares es que hoy todo lo dialogan, y no todo se dialoga; la aplicación de las normas se regatea y los padres, muchas veces, ceden ante el chantaje de  los hijos. No se trata de vivir en el hogar como si fuera un lugar militar, pero tampoco como si fuera un parlamento. Un error de muchos padres es pensar que sus hijos no pasen las dificultades que ellos pasaron en su niñez o que no tengan las precariedades que ellos tuvieron. Pero, ¿es este pensamiento correcto? Claro que no. A los hijos  no se les puede dar todo, aunque se pueda darlo; más bien hay que enseñarles a esforzarse en la vida, hay que enseñarles el valor de las virtudes, como la benignidad, por la que se trata y juzga a los demás y a sus actuaciones con delicadeza; la indulgencia ante lo defectos y errores de los demás; la educación y la urbanidad en las palabras y modales; la cordialidad; la gratitud; la humildad; el sacrificio, el trabajo, el respeto, para mirar a los demás descubriendo lo que valen; la responsabilidad. Como se dice popularmente: hay que enseñarles a rascarse con sus propias uñas; o, hay que enseñarles a pescar y no siempre darles el pescado. A los hijos no se les puede llenar de derechos, y no recordarles sus deberes. Hay que educarlos enseñándoles quién tiene la autoridad en el hogar, y la autoridad es monopolio de los padres. Los padres cristianos deben de pedirle a Dios que les ilumine para que sepan ejercerla con amor y de acuerdo a su voluntad; el mejor ejemplo lo tienen en el mismo Jesús que practicó la autoridad con amor y servicio.

  Y en cuanto al ejercicio de la autoridad en la sociedad, ¿qué pasa? Pues que vemos cómo la autoridad está desacreditada en ella. Hoy tenemos una sociedad, en extremo, desafiante a la autoridad; en gran parte consecuencia de que la misma Institución ha caído en la violación de la misma ley que ella está llamada a cumplir y hacer cumplir. Tenemos una Institución que negocia y hasta le regatean y se deja chantajear en la aplicación de la ley. Las leyes se negocian, se discuten, se aprueban o se rechazan en el Congreso; pero una vez aprobadas y promulgadas, se tienen que aplicar: “la ley es dura, pero es la ley”. Hoy en día se está exigiendo el “imperio de la ley”. Debemos y tenemos que ser una sociedad que no transija con la aplicación de la ley; que sea cierto de que todos somos iguales ante la ley. Que la ley no sea utilizada para proteger a los poderosos y fastidiar a los pequeños. Y es que cuando una sociedad esta manga por hombro, no queda más que el desorden y caos. No se trata de exigir a los demás que cumplan la ley que yo no estoy dispuesto a cumplir (ahí tenemos el ejemplo de los “padres de familia”). Es muy característico de nosotros que, cuando vamos a un país en donde sí se cumplen las leyes nos adaptamos inmediatamente a ello, pero no queremos hacerlo en nuestro país. Seguimos fomentando el desorden, la anarquía, el caos, porque hay quienes se benefician del desorden; queremos ser una sociedad ordenada, pero sin esfuerzo ni sacrificio. La autoridad tiene que devolverle a la Institución el monopolio de la misma, pero ella tiene que dar ejemplo de su fiel cumplimiento al resto de la sociedad, porque el ejemplo entra por casa.

Ante este panorama al cual hemos hecho referencia, el pasado día 26 celebramos un aniversario más del nacimiento de  nuestro prócer  de la Patria Juan Pablo Duarte y Diez. Él inicio el proceso de nuestra independencia y liberación, pero hemos de reconocer que éste aún no ha terminado. Falta lo que cada uno de nosotros debe hacer para que ese proceso, que prácticamente no termina nunca, porque nada humano es perfecto, sea completado por las próximas generaciones. Y es que toda liberación plena en lo político, en lo social, en lo económico o en lo espiritual es ciertamente un proceso que se desarrolla, se cumple en lo interno o en lo externo de una determinada sociedad, y también en lo interno o espiritual de cada ser humano. Hay otras esclavitudes en el cuerpo y en el alma como son la ignorancia, la miseria, el temor, el vicio y desde luego el pecado. Nuevamente cito a Alexander Solzhenitsyn: “una sociedad entregada a la idolatría del progreso social y tecnológico, entregada a la consecución de una felicidad de orden inferior, -esto es, carente de un sentido moral-,  camina sin remisión hacia el desaliento... y es que hemos puesto demasiada esperanza en las reformas políticas y sociales y solo para darnos cuenta de que hemos sido privados de nuestra posesión  más valiosa: nuestra vida espiritual”.

Para Duarte, el compromiso con la Patria fue un deber. Pasar de la libertad a la responsabilidad supone aceptación y puesta en práctica de valores básicos como son la verdad, el amor, el respeto mutuo, el trabajo, la honradez, la caridad, la solidaridad, la fraternidad, el desinterés, la valentía, la constancia y otros valores que por tanto se han de inculcar desde muy temprano a nuestra juventud.

Precisamente, gran parte de las tragedias que actualmente estamos viviendo como sociedad, es consecuencia del tipo de ciudadanos que estamos formando, tanto en el hogar como en las instituciones educativas. Desde hace años se eliminó del sistema educativo nacional la educación moral y cívica. Queremos ciudadanos rectos, justos, responsables, solidarios, trabajadores… pero sin moral: que hacen de la mentira su ley de vida; del odio su razón de ser; del irrespeto su cotidianidad; de la vagancia su costumbre. Una carencia hacia el amor y respeto a los valores y principios que han fundamentado por tantos años nuestra nación. Si en nuestra sociedad, el ejercicio de la autoridad, se realiza fuera de los límites del orden moral, no será raro que se pretenda ignorar o pasar por alto los derechos individuales y se tomen decisiones con miras egoístas al margen del bien común. Y es que las acciones moralmente erróneas, aunque puedan parecer útiles al principio, aunque reporten beneficios inmediatos, acaban arrastrándonos inexorablemente a la ruina.

El filósofo y teólogo danés Soren Kierkegaard escribió que “Lutero f ue el hombre más plebeyo que jamás haya existido; pues, sacando al Papa de su trono, puso en su lugar a la opinión pública”. Hoy, nuestra sociedad, se está adentrando en una especie de laicismo  que acusa a la Iglesia de inmiscuirse en la política, aduciendo aquella sentencia evangélica que suelen enarbolar quienes leen el evangelio a su conveniencia: “dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Pero, ¿qué es lo propio del César? Las cosas temporales, las realidades terrenas; pero no, desde luego, los principios de orden moral que surgen de la misma naturaleza humana, no los fundamentos éticos del orden moral. Este nuevo laicismo, tan celoso de expandir las libertades de sus súbditos, niega en cambio a la Iglesia la libertad de enjuiciar la moralidad de sus actuaciones temporales, pues sabe que tal juicio incorpora una radical subversión de esta ilusión óptica, de este engaño sobre el que se asienta este laicismo trasnochado. Anhela una Iglesia farisaica y corrompida que renuncie a restituir al hombre su verdadera naturaleza y acate el misterio de la iniquidad, que es la adoración del hombre; anhela, en fin, una iglesia puesta de rodillas ante el César.

Como diría Dostoievski: “las sociedades sanas se dedican a fortalecer los frenos morales que mantienen a todos los demonios encadenados; mientras que las sociedades enfermas desatan a los demonios para después escandalizarse cuando empiezan a hacer fechorías”.

Hoy hay muchos traidores a los más nobles ideales del que fuera el ideólogo de nuestra independencia; traidores a la Patria en la que nacieron y se han desarrollado. Duarte veía con atenta y gran preocupación estas actitudes. Su concepto de fidelidad era altamente moral, puesto que la vivía y no solo se concretaba a enseñarla. La traición no merece consideración ni indulgencia ni recompensa. Decía en su ideario: “se prohíbe recompensar al delator y al traidor, por más que agrade la traición y aun cuando haya justos motivos para agradecer la delación”. Los “vende patria” son los mismos, ayer y siempre. La única diferencia parece ser la elegancia de las formas, muy bien encubiertas en la estrategia de salón. Entre una gran traición y muchas relativamente pequeñas traiciones, el resultado es el mismo: la Patria se puede perder. Aquí recuerdo, y debiéramos hacer nuestras las palabras del Papa Francisco, cuando aún era arzobispo de Buenos Aires: “tenemos que echarnos la Patria al hombro”. Pero si nosotros, como hijos que somos de esta tierra tan hermosa, como dijo el poeta, apartamos a Dios de nuestro camino como nación y de nuestras vidas, queriendo eliminarlo hasta por decreto, tendremos que decir con el salmista: “si Dios no construye la casa, en vano se cansan los albañiles. Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas”.



  Termino afirmando: creo y pienso que ha de hacerse valer la fuerza de la ley, descartando, por irracional, la ley de la fuerza. Hablando, por necesidad, en términos claros, en toda sociedad civilizada se necesita un gobierno con fuerza, no un gobierno de fuerza. No con la fuerza del garrote, o del fusil, sino con la fuerza moral que lo identifique como primer responsable del bien común. La ley que nunca falla, la ley de Dios, es el mejor apoyo para la ley civil cuando establece para todos por igual la ley del amor sin dejar a un lado la justicia.

Siendo consciente de esto, pues actuemos en consecuencia. No seamos cobardes ni acomodaticios ni irresponsables. Tenemos un deber, una responsabilidad y un compromiso que asumir, ante Dios y la Patria, ya que por esto, también se nos pedirá cuenta.

 

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