“No vamos a vencer luchando
o resistiendo, ni tampoco empleando astuta estratagema. No hay que luchar con
bestias como si fueran hombres. Con la Bestia luchamos y ya fue conquistada.
Sufriendo es como ahora hemos de conquistar. No cabe duda de que es victoria más
fácil. Ahora es cuando llega el triunfo de la cruz” (Thomas Stearns Eliot).
No hay dudas de que la llegada o aparición en
el escenario mundial del virus covid-19 o, como unos prefieren llamarle
“pandemia”, ha transformado todas y cada una de las realidades de nuestra vida,
de nuestra cotidianidad. Hay un antes y un después del virus covid -19; muchos
hablan de que la vida de la humanidad, como la conocíamos y vivíamos, ya no
volverá a ser igual; la vida, antes del 2020 era una y, a partir del 2020 es
otra. Este virus ha transformado, ha cambiado, - ¿para bien o para mal? -, la
vida política, económica, social, cultural y religiosa de la humanidad. Pues,
en medio de este escenario, en esta ocasión me enfocaré, - como lo dice el título
del artículo -, en el aspecto de la práctica religiosa; de cómo la aparición
del virus ha venido trasformando, trastornando, cambiando y hasta limitando la
práctica religiosa de la población creyente y sus instituciones.
Hace unos meses atrás, al principio de este
año 2020, todo venía caminando en la normalidad y cotidianidad de la vida. Los
hombres y mujeres, llegada la noche, nos íbamos a dormir, a darle descanso a
nuestro cuerpo después de un día de intensa actividad, - en unos más y en otros
menos -; nos levantábamos al otro día para cumplir con nuestras obligaciones,
responsabilidades y compromisos. Todo iba y avanzaba tranquilo hasta que, de
repente, al final del mes de febrero y principios de marzo, el mundo se despierta
con la noticia de que un mortal virus se ha “escapado” de uno de los
laboratorios más seguros del mundo en la ciudad china de Wuhan. Inmediatamente
se dispararon todas alarmas en el mundo y comenzó así el corre corre ante una
nueva amenaza a la humanidad que no teníamos la más mínima idea de cómo
enfrentarla. Empezaron a surgir las preguntas, pero que no tenían o era muy
difícil, - por no decir imposible -, que se le dieran respuestas adecuadas o
convincentes: ¿cómo se dio esto? ¿cómo pudieron estos científicos
experimentados cometer un error de esa magnitud, sabiendo el riesgo que ahora
comporta para la humanidad el contener el avance de este virus mortal? Se empezaron
a tomar medidas de corte extremo, como el cerrar y no permitir el acceso a esta
ciudad; confinar en sus casas a sus habitantes; la actividad comercial tuvo que
limitarse a su mínima expresión o suspenderse completamente; empezaron a
aparecer los contagios y las muertes masivas; se empezó un trabajo de
fumigación de la población; se buscaba al mismo tiempo a los responsables de
este “descuido”; empezaron a surgir diferentes teorías de que quizá no fuera un
accidente el escape del virus; se empezaron a cerrar aeropuertos en varios
países como una manera de evitar que las personas de esta ciudad y del país
asiático llevaran o transportaran el virus fuera de ella. Se da la voz de
alarma en Italia, como primer país fuera de China, donde se descubre que el
virus ha llegado, y otras cosas más.
Pues así comenzó a avanzar y a expandirse el
virus chino por el mundo. El organismo mundial de la salud, la OMS, instó a las
autoridades de los demás países a que empezaran a asumir y aplicar acciones y
medidas para proteger a su población. En este punto, la institución religiosa
tampoco se quedó de brazos cruzados, puesto que su alta jerarquía también
empezó a hacer lo suyo. Nosotros los católicos ya habíamos entrado en el tiempo
litúrgico de la cuaresma para así irnos preparando para la celebración del
Triduo Pascual y la Vigilia Pascual de Resurrección. Pero, con la llegada del
virus, la cuaresma se convirtió en un verdadero camino de penitencia, no sólo
en lo espiritual, sino también en lo referente a la parte presencial de la
misma. Empezamos a transitar un verdadero camino de oscuridad, de incertidumbre;
un angustiante valle de lágrimas que, muchas generaciones no habíamos vivido.
Tuvimos que experimentar por primera vez el tener que ver cómo las puertas de
nuestros templos se cerraban completamente; las llaves dadas al apóstol Pedro por
el mismo Señor, para atar y desatar, fueron usadas para cerrar la casa de Dios
a sus hijos: se suspendieron toda clase de celebraciones litúrgicas: no más
misas, no más sacramentos, no más reuniones de comunidades, no más catequesis,
no más retiros, no más…; tuvimos que empezar a ver la misa por medio del
internet, la radio y la televisión. Por primera vez tuvimos que celebrar la
Pascua de Resurrección de manera virtual y privarnos de la comunión sacramental.
Algo parecido sucedió también con la celebración de la navidad en muchos
países. Y es que el pánico y el miedo nos arropó de tal manera que nos ató de
pies y manos y nos atrincheramos en la comodidad de nuestros hogares y nuestras
seguridades, oyendo todas las noticias que se nos transmitían por los medios de
comunicación masiva y las redes sociales con respecto a lo que estaba
sucediendo con la expansión del virus. Gran parte de nuestros feligreses
quedaron en una especie de “abandono espiritual” por parte de los ministros
sacerdotales que tenemos el mandato del Señor de ser administradores de Su
Gracia por medio de los sacramentos. Claro que estas restricciones de nuestros
templos no han sido de la misma magnitud en todos los países. En estos momentos
hay gobiernos que han implementado medidas restrictivas muy severas en lo que a
la práctica religiosa, sobre todo cristiana, se refiere; y esto ha provocado la
protesta, tanto de una parte de la jerarquía eclesiástica como de los mismos feligreses,
ya que se ha denunciado que cómo es posible que los templos estén cerrados, si
no son lugares de contagios, mientras otros lugares y espacios comerciales y de
recreo, permanecen abiertos. Muchos nos hemos preguntado dónde han quedado los sagrados
derechos de Dios, la libertad religiosa, la libertad y autonomía de la Iglesia,
la salvación de las almas. Parece ser que muchos de nuestros pastores se han
dejado intimidar y amenazar y hasta manipular para convertirse en voces del
estado de alarma, fomentando el miedo y el terror, dejando abandonado y
moribundo al rebaño del Buen Pastor. Hay obispos que hasta les han prohibido a
sus sacerdotes escuchar confesiones, administrar los últimos sacramentos,
privar de la sepultura cristiana a los difuntos. Pero también es de destacar
que algunos obispos en varios países decidieron no cerrar los templos,
cumpliendo con los protocolos de sanidad preventiva y dejando a los feligreses
la decisión de ir o no al templo.
¿Y la práctica religiosa en nuestros templos?
Pues está el tema de las mascarillas: en algunos templos el que no lleva su
mascarilla, no lo dejan entrar o en la puerta se les provee de ella; el uso del
gel sanitizador al entrar y antes de ir a comulgar, gesto que no se ha visto
del todo correcto; el distanciamiento entre los asistentes y el no darse el
saludo de la paz para evitar contacto físico, que se ha sustituido con un gesto
a distancia. Recibir la comunión sacramental en las manos y no en la boca, a lo
que también esto ha provocado mucho malestar entre los feligreses. El gesto litúrgico,
ritual y penitencial del lavado de manos en la misa por el sacerdote, muchos lo
han sustituido por una acción de higiene con el uso del gel. La limitación del
número de asistentes a los templos, etc. En fin, todo esto es agobiante. Pues
toda esta aplicación de medidas también tiene sus consecuencias psicológicas y
espirituales. En el templo ya no nos vemos las caras, los rostros; no nos
saludamos con un abrazo, un beso en la mejilla o apretón de manos, pero sí con
el puño y con los codos, - ¿qué diferencia hay? -; vemos a los demás como un
potencial asesino, alguien que me puede contagiar o yo lo puedo contagiar. Hay
un gran descontento en gran parte de la feligresía ante estas actitudes y
recomendaciones que ha asumido nuestra alta jerarquía que, por disque colaborar
con las autoridades civiles en la no propagación de los contagios y el cuidado
de la salud de los feligreses, más bien se han sometido y se han dejado socavar
su autoridad eclesiástica. Da la impresión de que los feligreses parecen que están
solos y abandonados. Recordemos que los santos nos enseñan el valor del
sufrimiento; y nos lo enseñan porque lo han aprendido del que es la cabeza de
la Iglesia y Santo entre los santos, Jesucristo. La trayectoria de Cristo fue
la del “intransigente”: ¿No podía haber cedido un poco? ¿No habría algún modo
de que callara cuando las palabras sólo servían para encender más los ánimos de
sus adversarios? Entonces, ¿por qué nosotros sí callamos? ¿por qué nosotros sí
cedemos?
Viendo hacia el futuro, hacia lo que nos
depara el año que se acerca, parece ser que las cosas no cambiarán tan pronto.
Se siguen aplicando medidas fuertes ya que se ha anunciado la aparición de un
nuevo brote del virus disque más peligroso. Esto no es bueno, porque viene a
complicar más la situación sanitaria mundial y la misma práctica religiosa. No
sabemos cuándo volveremos a reestablecer la asistencia normal de los feligreses
al templo, cuándo se dejarán de usar las mascarillas, el gel, el distanciamiento;
cuándo volveremos a retomar los ritos y gestos litúrgicos; en algunos países la
celebración de los demás sacramentos; las catequesis, las reuniones de las
pequeñas comunidades, los retiros, etc. La creación de las “milagrosas”
vacunas, según han dicho los científicos en virología, no son una garantía de
que el peligro del virus desaparezca ni dejemos de seguir usando las
mascarillas, el gel, el distanciamiento social, las restricciones presenciales
en los espacios públicos, privados y religiosos, etc. El año que se avecina no
parece ser, por el momento, que será de fortaleza y constancia en la práctica presencial
religiosa. El miedo y el pánico seguirán acompañándonos en el 2021, en nuestro
caminar en la fe y práctica religiosa. Esto trae consecuencias de que la fe en
muchos se vaya enfriando. Muchos feligreses seguirán sin ir al templo dominados
por el miedo, porque piensan que la casa de Dios no es lugar seguro. ¿Pero qué
tal la presencia de muchos en otros lugares y espacios públicos? Tenemos que
ser prudentes; pero no podemos confundir la virtud de la prudencia con el miedo
ni el pánico ni la temeridad. No tengamos miedo. Hemos de resaltar que, al
mismo tiempo, hay comunidades parroquiales que han ido retomando poco a poco
algunas actividades comunitarias en la medida que se lo permiten las normativas
impuestas por las autoridades civiles. Y es que la comodidad y el confort en la
vida espiritual es muy peligrosa.
Termino este artículo citando unas palabras
del Cardenal Robert Sarah: “No cabe duda de que la fe es un acto íntimamente
personal, pero también hay que profesarla y vivirla en la familia, en la
Iglesia, en la comunión eclesial”.