martes, 26 de marzo de 2013

Maria, testigo de la fe.






 “…María es la mujer de fe,

Que acogió a Dios en su corazón,

En sus proyectos, en su cuerpo

Y en su experiencia de esposa

Y madre. Es la creyente capaz

De captar en el insólito

Nacimiento del Hijo la llegada

De la plenitud de los tiempos,

En la que Dios, eligiendo

Los caminos sencillos de la existencia humana,

Decidió comprometerse personalmente

En la obra de la salvación” (Juan Pablo II).

 

 

  María se presenta como una sencilla síntesis de opuestos, a la luz de Dios: “es la esclava del Señor y la reina de los apóstoles; es discípula y maestra, Virgen y Madre…” por lo tanto, María es el perfecto instrumento de Dios y, por tanto, como el gran ideal para el desarrollo de la personalidad y para la eficacia de la misión apostólica.

  La Virgen fue la que más cerca estuvo de su Hijo y, al mismo tiempo, la que “hizo más que nadie por darlo al mundo”, escribía el beato Santiago Alberione. Y hacía este razonamiento: “se dice: a Jesús por María; pues también se podrá decir: a Jesús maestro por María maestra…Jesús es el único maestro; María es maestra por participación.” En realidad, María no escribió ningún libro, ni tuvo una cátedra para enseñar, ni se dedicó a predicar… y, sin embargo, fue maestra y formadora de Jesús y de la Iglesia, de los apóstoles y de todos los cristianos.

  Para este beato, María es maestra porque ha dado al mundo a Jesucristo Maestro. Ella es, según Epifanio, “el libro sublime que ha propuesto al mundo la lectura del verbo”. María es maestra por la santidad de su ejemplo; si queremos configurarnos con Cristo, el camino más fácil es María, libro que contiene todas las virtudes: la fe (dichosa tú que has creído Lc 1,45); la esperanza (hagan lo que él les diga, Jn 2,5); el amor (hágase en mi según tu palabra Lc 1,38); por la eficacia de sus oraciones; por la autoridad de sus consejos, pues la llena de gracia y sabiduría. María predica no con palabras, sino encarnando al verbo, “escribiendo un libro con su propia sangre”, concluía Alberione.

  Pero María es maestra por ser discípula, por estar totalmente abierta a la escucha y a la participación en el destino de su Hijo muerto y resucitado. En ella, escucha y seguimiento, están íntimamente unidos, como elementos indisolubles del verdadero discipulado.

  La verdadera grandeza de María no estriba tanto en su maternidad ni en otros privilegios, cuanto en haber sido fiel y fecunda escuchadora de la palabra de Dios. Jesús mismo lo reconoce cuando, ante el grito de la mujer entusiasmada por sus palabras, responde: “mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27). María es la primera en seguir a Jesús en su misión, compartiendo sus opciones, y así se convierte en la perfecta discípula del Señor.

  Además, ella es la mujer de la escucha de la voluntad de Dios expresada en los acontecimientos, que conserva y medita en su corazón (Lc 11,27-28; 2,19; 2,51). Su fe no era simple adhesión intelectual, sino experiencia vital. Ya Juan Pablo II lo afirmaba en Catechesi Tradendae: “ella fue la primera de sus discípulos: primera en el tiempo, pues ya al encontrarlo en el templo, recibe de su Hijo adolescente unas lecciones que conserva en su corazón; la primera, sobre todo, porque nadie ha sido enseñado por Dios con tanta profundidad. Madre y a la vez discípula, decía de ella san Agustín, añadiendo atrevidamente que esto fue para ella más importante que lo otro” (no. 73).

  Decía Pablo VI que ponernos a su escuela nos “obliga a dejarnos fascinar por ella, por su estilo evangélico, por su ejemplo educador y transformante: es una escuela que nos enseña a ser cristianos.” Nos enseña también a ser apóstoles, ya que, “apostolado es hacer lo que hizo María: dio a Jesús al mundo, a Jesús maestro, camino, verdad y vida. Dando a Jesús camino nos ha dado la moral cristiana; dándonos a Jesús verdad nos ha dado la dogmatica; dándonos a Jesús vida nos ha dado la gracia”, escribía el beato Alberione.

  Aprendamos a vivir la dimensión mariana, para que los creyentes estemos en condiciones de dejarnos formar en el misterio de Cristo, para que la palabra del Señor se cumpla en nosotros como se cumplió en María, y para poder darlo a conocer de manera integral en esta sociedad nuestra que tanto lo necesita.

 

P. Robert Brisman.                                            

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