En la última noche, antes de su muerte, Jesús lava los
pies a sus discípulos: “…se levanta de la mesa, se quita sus
vestidos, y tomando una toalla, se la ciño. Luego echa agua en un platón y se
puso a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla con que
estaba ceñido” (Jn 4-5).
Este pasaje del evangelio tiene varios significados. Son
varias las enseñanzas que podemos sacar del mismo. Las sagradas escrituras ya
nos dicen que Jesús se hizo hombre; se hizo uno de nosotros y uno con nosotros.
El se abaja y se acerca para lavar los pies del hombre caído. Allí donde el
hombre se ensucia, donde él experimenta en persona y a diario su ser terrenal,
allí lo limpia Jesús, y lo toca de manera amorosa, de manera delicada, con
cuidado. Jesús lava por completo la suciedad del hombre: “el que se ha bañado, no necesita
lavarse; está del todo limpio” (Jn 13,10).
Las palabras de Jesús tienen fuerza limpiadora: “ustedes
están ya limpios gracias a la palabra que les he dicho” (Jn 15,3). La
obra de Jesús es para los discípulos como un baño, a través de sus palabras y
de los milagros que hizo ellos quedaron limpios. Pero aquí lo que llama la
atención es que Jesús les lava solo los pies, ¿Por qué? Podríamos decir que
para que ese baño fuera perfeccionado, solo le faltaba eso, lavarles los pies a
sus discípulos. Mientras los discípulos de Jesús estén en el mundo siempre se
ensuciarán los pies una y otra vez, y para que puedan entrar en la casa del Padre
es necesario lavarse los pies. Podríamos decir también que la muerte de Jesús
en la cruz es el gran acontecimiento por el cual se da este lavado. En la cruz Jesús
toca a la gente en sus lugares más heridos. La muerte es la herida de la cual
el hombre no se puede defender. Jesús, con su muerte en la cruz, cura al hombre
de la herida de muerte.
Para el evangelista Juan, Jesús en la cruz es el médico
herido. Mirar a Jesús muerto en la cruz, sana todas nuestras heridas. Jesús es
la imagen original de una nueva actitud, se muestra ante sus discípulos como el
que no le lava la cabeza a los otros, sino sus pies; el que no pisa al otro,
sino el que se humilla para tocarle el sitio herido y curarlo.
En estos días, el Papa Francisco ha pedido que quiere “una
Iglesia pobre para los pobres”. Hay que decir que este deseo del Papa
no es una novedad, sino más bien que nos recuerda aquellas palabras de Jesús al
inicio de su misión, citando un pasaje del profeta Isaías: “el
espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido para anunciar a los pobres la
buena nueva…” (Lc 4,18). Decimos también que esta intención de Jesús no
es excluyente, sino más bien incluyente. La buena noticia del evangelio es para
todos, sobre todo, para aquel que lo quiera recibir y ponerlo en práctica: “…vayan
por todo el mundo y proclamen la buena nueva a toda la creación. El que crea y
se bautice, se salvara; el que no crea, se condenara”. (Mc 16,15).
Esta es la Iglesia que nuestro pastor universal quiere
que testimoniemos. Una Iglesia humilde, sencilla; una Iglesia que salga al
encuentro de todos, principalmente, de los más necesitados. Una Iglesia que sea
capaz de llevar la buena noticia del evangelio a tantas personas que están
marginadas, oprimidas, enfermas. Una Iglesia que salga al encuentro de las
gentes en los diferentes caminos de vida de los hombres y mujeres. Una Iglesia
que sea verdadera luz y sal para una humanidad cada vez mas descarriada y hundida
en la oscuridad de su pecado. Una Iglesia que sea testimonio de unidad en una
humanidad que cada día más se debate entre el odio, la envida, las guerras,
divisiones de todo tipo. Una Iglesia que testimonie el amor de Cristo en todas
sus consecuencias: que sea capaz de orar por los que le persiguen, de rezar por
los que le maldicen. Pero para poder lograr esto, es necesario asumir la cruz
de Cristo; porque si no, la “cosa no va” (Papa Francisco). Una
Iglesia que no quiera abandonar la cruz de Cristo para que no caiga en las
comodidades de este mundo; una Iglesia que sea testimonio viviente del evangelio…
En fin, una Iglesia que lave los pies de todos.
Jesús es el hombre lleno del Espíritu de Dios. Con su
agua fresca nos baña y refresca, revive y limpia. Este Espíritu Cristo se lo
dejó a su Iglesia y es el que la mantiene viva y en frescura. Es el agua que
cuando cae del cielo no vuelve allá sin que haya empapado de su gracia y vida
los corazones de cada hombre y mujer.
Bendiciones.
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