jueves, 28 de marzo de 2013

Testimoniemos una Iglesia que lava los pies a los demas

En la última noche, antes de su muerte, Jesús lava los pies a sus discípulos: “…se levanta de la mesa, se quita sus vestidos, y tomando una toalla, se la ciño. Luego echa agua en un platón y se puso a lavar los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido” (Jn 4-5).

 Este pasaje del evangelio tiene varios significados. Son varias las enseñanzas que podemos sacar del mismo. Las sagradas escrituras ya nos dicen que Jesús se hizo hombre; se hizo uno de nosotros y uno con nosotros. El se abaja y se acerca para lavar los pies del hombre caído. Allí donde el hombre se ensucia, donde él experimenta en persona y a diario su ser terrenal, allí lo limpia Jesús, y lo toca de manera amorosa, de manera delicada, con cuidado. Jesús lava por completo la suciedad del hombre: “el que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio” (Jn 13,10).

 Las palabras de Jesús tienen fuerza limpiadora: “ustedes están ya limpios gracias a la palabra que les he dicho” (Jn 15,3). La obra de Jesús es para los discípulos como un baño, a través de sus palabras y de los milagros que hizo ellos quedaron limpios. Pero aquí lo que llama la atención es que Jesús les lava solo los pies, ¿Por qué? Podríamos decir que para que ese baño fuera perfeccionado, solo le faltaba eso, lavarles los pies a sus discípulos. Mientras los discípulos de Jesús estén en el mundo siempre se ensuciarán los pies una y otra vez, y para que puedan entrar en la casa del Padre es necesario lavarse los pies. Podríamos decir también que la muerte de Jesús en la cruz es el gran acontecimiento por el cual se da este lavado. En la cruz Jesús toca a la gente en sus lugares más heridos. La muerte es la herida de la cual el hombre no se puede defender. Jesús, con su muerte en la cruz, cura al hombre de la herida de muerte.

Para el evangelista Juan, Jesús en la cruz es el médico herido. Mirar a Jesús muerto en la cruz, sana todas nuestras heridas. Jesús es la imagen original de una nueva actitud, se muestra ante sus discípulos como el que no le lava la cabeza a los otros, sino sus pies; el que no pisa al otro, sino el que se humilla para tocarle el sitio herido y curarlo.

 En estos días, el Papa Francisco ha pedido que quiere “una Iglesia pobre para los pobres”. Hay que decir que este deseo del Papa no es una novedad, sino más bien que nos recuerda aquellas palabras de Jesús al inicio de su misión, citando un pasaje del profeta Isaías: “el espíritu del Señor está sobre mí, me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva…” (Lc 4,18). Decimos también que esta intención de Jesús no es excluyente, sino más bien incluyente. La buena noticia del evangelio es para todos, sobre todo, para aquel que lo quiera recibir y ponerlo en práctica: “…vayan por todo el mundo y proclamen la buena nueva a toda la creación. El que crea y se bautice, se salvara; el que no crea, se condenara”. (Mc 16,15).

Esta es la Iglesia que nuestro pastor universal quiere que testimoniemos. Una Iglesia humilde, sencilla; una Iglesia que salga al encuentro de todos, principalmente, de los más necesitados. Una Iglesia que sea capaz de llevar la buena noticia del evangelio a tantas personas que están marginadas, oprimidas, enfermas. Una Iglesia que salga al encuentro de las gentes en los diferentes caminos de vida de los hombres y mujeres. Una Iglesia que sea verdadera luz y sal para una humanidad cada vez mas descarriada y hundida en la oscuridad de su pecado. Una Iglesia que sea testimonio de unidad en una humanidad que cada día más se debate entre el odio, la envida, las guerras, divisiones de todo tipo. Una Iglesia que testimonie el amor de Cristo en todas sus consecuencias: que sea capaz de orar por los que le persiguen, de rezar por los que le maldicen. Pero para poder lograr esto, es necesario asumir la cruz de Cristo; porque si no, la “cosa no va” (Papa Francisco). Una Iglesia que no quiera abandonar la cruz de Cristo para que no caiga en las comodidades de este mundo; una Iglesia que sea testimonio viviente del evangelio… En fin, una Iglesia que lave los pies de todos.

Jesús es el hombre lleno del Espíritu de Dios. Con su agua fresca nos baña y refresca, revive y limpia. Este Espíritu Cristo se lo dejó a su Iglesia y es el que la mantiene viva y en frescura. Es el agua que cuando cae del cielo no vuelve allá sin que haya empapado de su gracia y vida los corazones de cada hombre y mujer.

Bendiciones.

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